Belleza

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El cuarto día, caminaba con Jean.
Vi una flor pálida que crecía en un arbusto silvestre y la tomé.
—Es ciega. —le dije y él, que había estado contándome algo a lo que no le prestaba atención, inquirió:
—¿Qué?
—La chica de la casa gris. Es ciega.
—Ah. ¿A caso te gusta?
—No sé.
—¿Y Mari? —lo miré como si hubiese dicho una palabra obscena.
—Tú lo sabes. Ella ya no me necesita, ni quiere necesitarme. —Jean asintió y no me dijo nada más.

Sé lo que pensaba.
Debería estar un poco loco si realmente estaba interesado en una chica ciega.

Seguí con la flor en la mano hasta que pasamos por tu casa. No estabas bajo el alféizar, ni en la ventana, pero tenía que darte la flor. La había cortado especialmente para ti.

Jean se vió sorprendido cuando me acerqué y llamé a la puerta.
La joven esposa de tu hermano abrió y nos dejó pasar.
Tu estabas sentada junto a la radio, escuchando un jazz suave y pasando tus dedos por las páginas de un libro.

Aún así me parecías hermosa e inconmensurable. Eras fuerte, no podía sacarlo de mi cabeza.

—Hola — dijiste, desviando la cabeza hasta donde escuchaste nuestros pasos—. No vienes sólo hoy.
—No. Él es Jean, mi amigo.
—Hola. —te saludó él, movido por un codazo propinado por mí.

Tu sonreíste y yo me acerqué para entregarte la flor.
—Te traje una flor. —te dije, colocándola en tu mano. La llevaste a tu nariz y aspiraste su olor.
—Gracias —dijiste—. Es hermosa.

¿Cómo podías saberlo? Ni si quiera la habías visto.

Sin embargo,  la habías tocado y aspirado su perfume.
¿Qué más era necesario para entender la sutil belleza de una flor, que una superficie frágil y un grácil olor?

Entonces entendí que tu mundo no era igual que el mío.
El tuyo era aún más hermoso.

A primera vistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora