A primera vista

Heridas

En una de mis visitas, recuerdo que me dijiste, provocándole a tu hermano una risita:
—Conozco tus pasos y tu voz, pero no conozco tu nombre.

La verdad era que yo tampoco conocía el tuyo.
—Soy Alex. Y tú. ¿Cómo es tu nombre?
—Nirelle.

Tu nombre me pareció hermoso. No dije nada y te entregué la flor que había cortado para ti ese día.
Ejecutaste la acción rutinaria de llevarla a tu nariz y aspirar su olor.
—Es una rosa, ¿no? —me sorprendió que lo hayas descubierto.
—Si.

Te quedaste un minuto en silencio y luego dijiste:
— ¿Por qué me traes flores?
—No sé. Las veo y me acuerdan a ti.

De no ser porque fue fugaz, podría decir que te sonrojaste.
—Sabes... Hubo un tiempo en el que yo podía ver.

Me dijiste que tu madre era enfermera y que de vez en cuando hacía turnos en la noche. En uno de ellos, tú te quedaste con tu hermano y te asaltó una fiebre terrible que dañó tus ojos. —Gracias a Dios, —dijiste. Porque pudo haber sido peor.

—Eres muy fuerte. —no pude evitar decirte.
No conozco muchas personas que sean capaces de agradecer el simple hecho de estar vivos, a pesar de estar magullados o llevar muchas heridas.

Sin embargo, era yo quien estaba equivocado.
Y tal vez también tu familia.
Y tal vez también el mundo.

Tú no estabas enferma. No tenías nada malo que te impidiera ir fuera del pequeño mundo de tus libros y tu música. Por lo que me quedé demasiado pensativo cuando me contaste que casi no salías y que cada flor que te llevaba te hacía crear en tu mente un pedacito de historia.

Me imaginaste persiguiendo el aroma de la primera flor que te traje, y decidiendo en el rosal de alguna viejecita dedicada cuál rosa tendría menos espinas para que no lastimara tus delicados dedos.

Y yo imaginaba que podría mostrarte el mundo exterior del que tanto te hablaban las poesías y el mar de aguas cálidas con el que soñabas. Aunque no lo dije, aún para ti era un extraño.