2 En algún lugar

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El hermano sabía que la alteración que le irrigaba el cuerpo no le ayudaría a recordar, así que decidió relajarse y centró su energía en la respiración. El viciado aire de su alrededor, que impaciente entraba y salía por la nariz, fue sometido a abandonar sus ímpetus. Al inicio con una gran bocanada contenida por un par de segundos, seguida de una lerda liberación. El vaivén de sus pulmones por fin se doblegó, consiguiendo así que el aire que los transitaba se volviera una caricia suave. En medio de aquella calma, Jossó logró remontarse hasta ese último día en que lo vio, justamente unos minutos antes de la lluvia; de inmediato lo buscó.

Jossó había colocado el libro en un estante de madera, que él mismo había construido, junto a otras obras de diversos tamaños y grosores. Ya que los ejemplares habían sido ordenados desde los más pequeños hasta los más grandes, el que él buscaba habría de encontrarse por los peldaños del centro. Sin embargo, al llegar, de aquel librero sólo quedaba el recuerdo en la mente del hermano.

Lo único que había era una pila de astillas, polvo, pastas y hojas. Jossó se lanzó a la modesta montaña de objetos derribados, ardía en deseos de encontrar ese libro; removía los restos y alzaba cada texto entero para comprobar si era el que él necesitaba. Luego de sumergirse entre tantos despojos, al fin lo encontró; debajo de unos maderos corroídos.

El libro lucía más viejo y maltratado que la ocasión en que lo había colocado sobre el estante; aun así serviría. Jossó lo llevó frente a su rostro tomándolo con cuidado con una mano, mientras le retiraba las manchas del olvido y el azote del tiempo con la otra, la cual yacía escondida bajo la manga de su traje de manta.

Los globos oculares del buscador se botaron y sin darse cuenta, sus cejas se arquearon invadiendo media frente. Sus pupilas de zafiro brillaban con una fina intensidad, quizá se trataba de la luz del espejo que se reflejaba implacable en ellas; o quizá, del propio brillo de su alma, que usaba esos azulosos ojos como ventanas.

Jossó emprendió el viaje de regreso a su hermana, con un movimiento lerdo y doloroso. Su respiración se había vuelto loca una vez más.

–Date prisa Jossó –le gritó ella.

–Lustros y lustros hemos esperado Ynez –respondió él al detenerse. Sereno y con una sinuosa sonrisa que escapaba a sus intenciones de contenerla, volvió a su oscilante caminata mientras replicaba–, qué importa si disfruto el caminar hacia ti con el libro en mis manos.

Ynez no soportaba más las ansias que consumían su alma, así que caminó hacia su hermano. Tambaleantes por desplazarse entumecidos, los hermanos se encontraron y aparcaron frente a una mesa de madera desgastada. De inmediato, la impaciencia que invadía las entrañas de la mujer, la empujó a derribar los restos de dos floreros rotos, los cuales contenían el reseco cadáver de lo que alguna vez fue un ramo de azucenas.

Con el área despejada, Jossó depositó el libro sobre la mesa y ambos alzaron sus índices diestros, murmurando en seguida: Donec invocare Ovigaru.

Luego del raquítico movimiento de sus labios, pronto colocaron sus largos dedos sobre la maltratada pasta café y emprendieron un trazo, muy cerca del lomo, cada uno en un extremo. Zigzaguearon para asemejar la última consonante, delineando después un círculo hacia abajo y en dirección de las manecillas del reloj. Prolongaron una diagonal hacia el lado contrario del zigzag. En cuanto estuvo a su altura, la línea cayó recta para detenerse a la altura del centro del círculo, sus dedos dieron un giro hacia arriba y esta vez en contra del reloj, dejando dibujado un semicírculo con poco más de tres cuartos de circunferencia.

El libro se estremeció intempestivo. Los hermanos retiraron de la pasta sus dedos, sorprendidos por algo que ya esperaban, mientras la cubierta se abría con brusquedad por sí misma, las hojas se barajeaban alocadas. Los hermanos decidieron retroceder un poco.

Sin corrientes de aire que las hiciera bailar, las hojas iban y venían. Una vez que cedió el alboroto, quedaron abiertas impregnando las tétricas entrañas de la cueva con una tórrida luz blanquecina. Al acercarse los hermanos a las páginas amarillas, notaron algo escrito:

El momento ha llegado. El Mateo que será engullido por el libro, aceptó. Y su presencia a futuro acabará con nuestro presente. El antiguo orden ha de resurgir. La doscientos dieciséis se cumplirá.

Ynez y Jossó cruzaron sus miradas y extrajeron de los ojos del otro un brillo de emplazada felicidad. Con una sonrisa exorbitada, Jossó cerró el libro y la cueva volvió a inundarse de sombras; el espejo del fondo también había apagado su intenso fulgor. Aunque no podían ver hacia dónde se dirigían, se adentraron en su tenebroso refugio en busca de la salida; pronto la encontraron.

Skomparé –dijo el varón y la pared se disolvió, como mantequilla derritiéndose en un sartén caliente.

La luminosidad natural del exterior ingresó sutil en la cueva. Los pobres ojos de ambos, acostumbrados a las tinieblas, lloraron involuntariamente para protegerse de la molesta y dolorosa situación. Los hermanos permanecieron cerca del umbral, incitando a su cuerpo a readaptarse a esa antigua condición. Para ambos, las manos no habían dejado de temblar, ardían en deseos de comenzar.

El medio día había pasado hace poco tiempo, Jossó lo había descubierto ya que el sol había comenzado su lerdo descenso y todas las sombras se dirigían tenues a la derecha. Ynez lo corroboró, ya que según ella las mañanas tienen un olor a jazmín y las tardes a lavanda; y justo ese último aroma era el que perfumaba el ambiente.

Lo único que los tranquilizaba, era la imagen de la bahía que se extendía debajo del costado rocoso de la cueva; aunque las playas de la isla Primavera ya no eran tan hermosas como las de sus recuerdos, seguían siendo un bello lugar. Los susurros que les llegaban desde el mar, iban acompañados de dulces besos salados.

Los hermanos aguardaron en la entrada de su hogar y se tronaron cuanta articulación se los permitió. Postrados como gárgolas vieron pasar las horas, no así la sonrisa de sus rostros.

Luego de que el ocaso tiñera de carmesí el marítimo horizonte, la noche llegó para devorar poco a poco la luz del sol, dejando que al final sólo su astro favorito brillara en lo alto. La luna, quien los admiraba desde el firmamento con la sonrisa radiante de su menguante, parecía no importar a los hermanos.

Jossó e Ynez mantenían firmes sus ojos, había parpadeado muy poco desde que salieron; no deseaban perder de vista ningún detalle. Sus entrañas hervían y aunque no querían soportar la angustia de la espera, aún podían aguardar un poco más, ya lo habían hecho antes. Para ser precisos, ochenta y seis años tenían esperando a que El Mateo apareciera. Además, el fruto de su venganza, y no sólo de ellos sino de muchos, estaba muy cerca y era más grande que cualquier correr de las horas.

Comenzó a refrescar la noche, así que dejaron el libro sobre una piedra que estaba cerca de la boca de la cueva. Ambos se adentraron en el bosque para recolectar un poco de leña por si era necesario encender una fogata para disfrutar lo que se avecinaba. Unas cuantas ramas secas serían suficientes, además ellos podían encargarse de que duraran más.

– ¿Te imaginas Jossó? –Dijo Ynez con una sonrisa que no le cabía en el rostro.

–No sólo lo imagino, lo deseo, y sé que al fin sucederá.

Una vez que regresaron a su escondite, dejaron los delgados maderos y el musgo seco bajo el umbral de su hogar; de inmediato volvieron al bosque con un par de vasijas para obtener ahora un poco de agua. Jossó recordaba que detrás de la valla formada por abedules, cruzaba un riachuelo que nutría esa parte del bosque.

Un efímero destello iluminó por sorpresa las afueras de la cueva, mientras Ynez y Jossó se adentraban silenciosos en la hojarasca. Con sus ojos más abiertos que nunca y una respiración acelerada, los dos corrieron de regreso hacia su refugio.

Una vez allí, se recargaron contra el mismo árbol y olvidando mantener la boca cerrada, ésta fue abriéndose cada vez más. Los ojos celestes y esmeraldas de los hermanos brillaban con intensidad. Inmóviles y abrazados con fuerza de la corteza, los corazones de Ynez y Jossó a poco quedaron de estallar por la emoción.

La Flor de SynárahDonde viven las historias. Descúbrelo ahora