Mateo giró sin eje mientras rebotaba en las paredes inclinadas de la grieta en la que caía. A pesar de que le parecieron eternos esos pocos segundos de descenso, algo del sufrimiento se atenuó cuando llegó por fin a una zona llana.
Ya sin inercia, el rostro contraído del fugitivo barrió el suelo empolvado, haciéndolo probar el amargo y salobre sabor de las profundidades de la cueva. El aire de allí abajo tenía un desagradable aroma a encierro, humedad y vejez. La abrupta aparición de Mateo alborotó el polvo y aumentó la concentración de olores.
Desde que Mateo abandonó su casa y llegó a ese lugar las sombras no lo habían dejado ni un momento; ahora estaba ante la densa tenebrosidad de las entrañas de la tierra. Como pudo se puso de pie para continuar con el improvisado e incierto viaje de huida. Se sacudió el empolvado cuerpo y ubicó sin delicadezas, las zonas donde más sentía dolor; aunque resultaba más fácil identificar y contar las que no le dolían.
Un ligero tintineo lo hizo quedarse quieto. Recordó tarde que la moneda de plata estaba en el bolsillo de la camisa. Apurado se tocó el cuello, por fortuna el regalo de los gemelos seguía allí; la cadena estaba torcida y la medalla le colgaba en la espalda.
Preocupado por el regalo del sacerdote, el cumpleañero se lanzó al suelo y buscó a tientas. A gatas avanzó y retrocedió, dio un par de giros en la misma zona, siempre peinando desesperado la terrosa superficie en busca de la moneda; de nada le sirvió. La había perdido.
Sólo consiguió estornudar repetidas veces debido a la nube de polvo que se levantó. Ya de nada servía lamentar el impulso que lo hizo tomar la moneda. Dio un puñetazo contra el suelo; deseó recuperarla pero sabía que sería imposible mientras no consiguiera algo de luz.
Con dolor y culpa, se levantó triste y caminó hacia ningún lado.
–Chanza y no se enojan –se dijo a sí mismo y rompió el silencio de la cueva inundándola de ecos–, si regreso vivo, no creo que me reclamen.
Habiendo dado apenas un par de pasos, golpeó algo con los pies. El libro. Ya había olvidado que cayeron juntos. Tras tomarlo una extraña sensación le erizó la espalda. Por tercera ocasión, sentía que algo lo observaba por detrás. Ojalá la tercera no sea la vencida, pensó. El aún cumpleañero se revistió con una piel de gallina y giró despacio para ver qué o quién lo miraba. En medio de aquella oscuridad, sólo pudo distinguir un pequeño par de brillantes y redondos ojos violeta.
Las manos le sudaron y tiritaron las rodillas. Los latidos le retumbaron impacientes, querían escapar por la garganta y los oídos. Quiso huir de nuevo, pero estaba muy cansado; además, poco serviría fugarse hacia ningún lado, estando en medio de la nada.
De pronto el libro se abrió y mostró una luz, que aunque potente no lastimaba, la iluminación dejó al descubierto los detalles de la cueva. Cientos de puntiagudas estalactitas y estalagmitas asemejaban un feroz hocico con colmillos de tonos terracota. Alrededor había esporádicas rocas grises que lucían como pilares que sostenían el techo; el cual se notaba opaco, como forrado de musgo y hollín. Mientras tanto, el suelo parecía poseer un escueto rocío de polvo fino y brillante, como diminutos trocitos de diamantes. No obstante, no sólo los detalles de la cueva fueron visibles, también el dueño de esos ojos inquisidores.
Mateo recobró el aliento y se empapó de una cálida serenidad. Un pequeño conejo plateado estaba sentado frente a él observándolo. El miedo se esfumó como un hilo de humo en medio de una ráfaga de viento. Siempre había querido un conejo, pero María no; decía que se comen todo y la orina es fétida y difícil de limpiar.
Entre la luminosidad del libro apareció un texto y de inmediato el joven lo leyó:
Alegro, entrego; mi alma comparto
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La Flor de Synárah
FantasiaQuizá para Mateo no era mucha la historia que había detrás de su corta vida; sin embargo, sí era mucha la que lo acompañaba en ese mundo mágico que descubrió con algunos obsequios de cumpleaños y un espejo, que con su reflejo lo llevó a un lugar lla...