3 El sexto cumpleaños

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Mateo blandió su espada y aquel bulto apestoso contra el que luchaba lo esquivó una vez más. El cuerpo burdo del oponente era más ágil de lo que aparentaba.

–Cubaa abayenu cameriii –vociferó la bestia mientras que de su espalda salían largas estacas que usó enseguida como sables.

–No entiendo lo que dices –respondió Mateo deteniendo las embestidas con su escudo y lanzando en seguida nuevos ataques–, y no me interesa.

El choque de las armas engendró un eco en el bosque de nogales, la batalla resonaba con un incesante reciclaje de sonidos. Las estacas y la espada se atajaban con agudos besos de desprecio, generando una mella minúscula en el otro.

Ágil como un felino, Mateo brincó y en el vuelo se las arregló para quitarle las armas a su enemigo. El monstruo intentó crear unas nuevas de su espalda pero Mateo se lo impidió. Aquel ser había caído presa del poder mental del pequeño. Mateo clavó la espada en el suelo y caminó hacía su oponente mostrándole la palma de la mano. Sus ojos estaban encendidos como dos fogatas, de ellos emanaba la telequinesis que inmovilizó al contrincante.

–Na. Ef bagadis.

–Morirás sin pedirme perdón en mi lengua –dijo Mateo con ojos más furiosos.

–Ca mi són, dame a ra ñii tas.

– ¿Qué? –Pensó el joven, y se le escapó involuntaria la pregunta. De pronto sintió más rígido el cuerpo. Bajó la mano y sus ojos dejaron de escupir fuego.

–Que canta ba el rey davi –ahora el monstruo hablaba con una tesitura que le resultó familiar.

El ambiente se inundó con la vibración de unas cuerdas; en ese momento, el joven se dio cuenta de que estaba soñando. Abrió los ojos con brusquedad, y al instante el monstruo, sus poderes y la espada se habían ido. En lugar del bosque y la alfombra de nueces, ahora Mateo amanecía dentro de su habitación.

Mateo, escondido entre las cobijas, se encontró con que su abuela se había escurrido, tan sigilosa como los cabellos del sol que se deslizaban por las cortinas, en su habitación para dedicarle como cada año una linda serenata. Mientras María cantaba, Mateo se sentó en la cama. Con un tenue dolorcito sabroso, estiró sus músculos y bostezó para alejarse de la mirada fría y protectora de los Oniros.

La serenata se debía a que ese día era el cumpleaños de Mateo.

El cumpleañero trató de ordenarse los rizos del cabello utilizando sus manos como peines, logró calmar un poco aquella maraña oscura. Se talló los ojos caoba con el borde de sus índices y retiró un par de lagañas endurecidas. Sin echar un vistazo bajo las cobijas, acarició su muslo entumecido.

Cuando la señora María terminó, Mateo avanzó de rodillas sobre la cama hacia ella y le agradeció con un abrazo y un beso en la mejilla. Con unos ojos coronados por los arañazos que le había dejado el tiempo, la abuela fijó la mirada en el muchacho y una sonrisa brotó en ambos rostros mientras ella se sentaba en la cama.

–Muchas felicidades hijo –María colocó a la Morena, su guitarra más preciada, en la cama y regresó la mirada a su nieto–, no te imaginas lo feliz que me hace ser tu abuela.

–Gracias Abue –le dio otro abrazo–, a mí me hace más feliz que tú seas mi abuela. No sé cómo le haces para que no me despierte.

–Ay hijo –María exaltó sus ojos–, bien podría subir tronando globos y ni así te despertarías –ambos sonrieron ya que aquella acusación no era mentira; Mateo era poseedor de un sueño tan pesado que podía darse el lujo de quedarse dormido en medio de un concierto de rock–. Ándale. Arriba.

La Flor de SynárahDonde viven las historias. Descúbrelo ahora