19 El farol y la niña

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Los viajeros avanzaron con un trote que no sembraba ecos en aquella fría y oscura antesala del alba. El ojo con cuernos relucía tenue en el cristalino rocío que acumulaban las hojas de las plantas. La humedad del ambiente ruborizaba la noche con una delgada cortina de niebla. Cuando se disponían a abandonar los límites del reino de los árboles, la Marca reapareció para orientarlos de regreso y al entrar les indicó de nuevo que salieran. Y así deambularon un par de veces más.

– ¿Es en serio? ¿Qué clase de broma creen que sea?

–No sé Älva, pero me marea –respondió Mentor.

–Creo que no nos quiere ni adentro ni afuera –agregó Mateo–. Que extraño.

–Quizá lo que quiere la Marca es que vayamos sobre el borde.

Mentor se detuvo, procesó la sugerencia del hada y avanzó sobre la franja que formaban el césped del exterior y la alfombra de hojas secas del interior. Aunque el sol aún no lanzaba los bostezos carmesí que encienden con sutileza al alba, las penumbras menguaron y Ovigaru señaló el lugar al que deseaba llevarlos: una plazuela circular, albina y con decenas de lámparas que la hacían relucir en medio de la noche moribunda.

Además de la brillante iluminación, en la plaza resaltaba un centenar de diversas estatuas de piedra volcánica. En realidad eran más de cien. Al ingresar en la plazuela la Marca se difuminó y ellos se separaron para examinar el lugar. Las estatuas eran opacas, porosas, ceñudas y mal encaradas, algunas mostraban una apariencia aterrada. Todas discordaban con la pulcritud del mármol y la embriaguez de la luz de los faroles.

– ¿Ya vieron? –El hada llamó la atención de los curiosos evocatto y evocador. Al acercarse, ellos preguntaron seca y burdamente: qué–. Cada farol tiene una placa y todos los signos que tienen son diferentes.

–Se parecen a las fichas del dadominó –agregó Mentor.

–Creo que vi eso en la escuela –luego de tocar los relieves en las placas, continuó–, son números. Así como los romanos, pero de aquí de México; bueno, de allá de mi mundo. Nomás que no me acuerdo bien, pero esa concha se me hace conocida.

–Son números mayas –Älva se mantuvo pensativa, seca y distante–, la concha es el cero. Ese de ahí es cuarenta. Treinta y nueve, cuarenta y uno, cuarenta y dos.

 Treinta y nueve, cuarenta y uno, cuarenta y dos

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–El punto vale uno, la línea cinco y la concha cero, ¿verdad? –Dijo el joven sobándose las uñas de los pulgares con las yemas de los otros dedos; Älva asintió.

–Y, ¿por qué dos puntos y una concha son cuarenta?, ¿no deberían ser cuatro puntos y una concha? –Preguntó Mentor intrigado.

–No. Algo pasa con los niveles, pero no recuerdo qué.

–Las celdas van de abajo hacia arriba y se van multiplicando por veintes, la primera vale ningún veinte, la segunda uno y en la tercera deberían ser dos veintes.

La Flor de SynárahDonde viven las historias. Descúbrelo ahora