–Esas son yerserinas, nunca las toquen. Las hojas irritan la piel y el dolor sólo se calma con moco de babosas marrones; y aun así es tardada la recuperación. Miren –gritó el hada, las pupilas de Mateo y Mentor vacilaron intentando encontrar lo invitado a contemplar pero desistieron al no saber qué es lo que buscaban–, las florunas son muy dulces, pero sólo las blancas –comprendieron que hablaba de un arbusto tapizado con flores de terciopelo–, las azules son venenosas. ¿Ven eso? –Señaló una saliente del sendero–, es un falso-camino, los hacen los orcos para atrapar viajeros distraídos. Si pones atención es fácil distinguirlos, las hojas de zarza no crecen tan cerca de los senderos de manera natural; además las marcas de rasguños en el suelo son evidentes.
Un poco después del falso-camino la que no tiene alas señaló el sendero por el que no correrían riesgos. El caballo siguió la indicación sin objeciones, mudo por la verborrea de su compañera. Aunque la del cabello de cielo nocturno no hablaba en exceso para fastidiarlos, lo hacía como un gesto amistoso; no era buena socializando. Ella sólo quería compartirles lo que sabía y demostrarles lo útil que podría ser.
–Esta desviación sí es segura. Si vamos por aquí acortaremos camino para llegar a la casa de Nardo. Él es muy bueno haciendo perfumes, también es el único en la isla capaz de distinguir a la primera entre una carzaparuna y una zirciparafa –Mateo se fumaba las mareas verdes de los árboles mientras se preguntaba cómo era posible que de aquella mujer tan pequeña pudieran salir tantas y tantas palabras.
–Si es el único que puede distinguir las, no-sé-qué-cosas –intervino Mateo, hacía muchas horas en el día que no hablaba–, ¿cómo saber que no miente?
–Pues obvio –Mateo primero hizo bailar sus pupilas y luego las dirigió hacia abajo, apenado por lo tonto que parecía su comentario–, aunque las dos sean flores amarillas de bordes morados, después de destilarse su olor es diferente. La carzaparuna tiene un olor dulce, el de la zirciparafa es más cítrico. Y no son nocekecozas –agregó ella alzando la voz y con un tono de fastidio–, las nocekecozas son moluscos azules que sólo puedes encontrar en algunas lagunas de la isla Verano.
–Y, ¿cómo sabes tantas cosas Älva? –Interrogó Mateo a su compañera.
–No suelo salir mucho del refugio, es peligroso que salga sin alas. Así que mejor me quedo a leer. Muchos libros han pasado por mis manos y pues, me gusta eso de aprender cosas. Mira –cambió de golpe el tema–, aquellas son amaneceros –señaló un arbusto tupido de flores rojas que centellaban al besar la luz del alba–. Son hermosas.
De pronto el bosque suspendió su espesura y un claro, rociado por la brisa de oro del sol, se extendió ante los ojos absortos de los viajeros. Al centro del prado había algo más brillante que los ojos de una mujer enamorada: una casita blanca rodeada por una cerca metálica. Pero lo más impresionante era el jardín que ocupaba más de la mitad de la propiedad; montones y montones de flores multicolores anegaban el lugar.
–Allí vive el perfumista Nardo Fiore, nuestra primera parada –dijo Älva y sus compañeros se animaron al saber que el joven día comenzaba a dar frutos.
Con el mismo paso sereno de toda la mañana se acercaron. Una vez frente a la cerca Mateo tomó una roca y la estrelló contra el metal para llamar al dueño.
Sin duda, el perfumista vivía inundado de fragancias y colores. La abundancia y diversidad de flores convertiría ese sitio en el paraíso para la abuela de Mateo o para cualquiera de las amigas de María. El jardín también era el hogar de una sutil y vibrante nube de insectos que desde temprano ya bailaban con las flores en busca del sabor de sus besos de néctar.
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La Flor de Synárah
FantasyQuizá para Mateo no era mucha la historia que había detrás de su corta vida; sin embargo, sí era mucha la que lo acompañaba en ese mundo mágico que descubrió con algunos obsequios de cumpleaños y un espejo, que con su reflejo lo llevó a un lugar lla...