22 La marca del Diablo

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Detente Mentor. Gritó Mateo durante horas a su compañero, pero el evocatto estaba tan enfrascado en su idea de alejarlos de los alegófagos que no se percató de que el bosque helado ahora adornaba la estantería de la historia. El jamelgo cabalgaba a través de un prado verdoso y reseco mientras Mateo suplicaba, le palmeaba el cuello y acariciaba la sedosa crin. Una repentina calidez en la palma del joven arrebató al caballo del trance que lo mantenía huyendo.

–Lo siento, no me di cuenta. Yo sólo quería escapar –gradualmente disminuyó la velocidad, sus fuertes patas tintinearon un poco.

–A todos nos dio miedo. Pero ya estamos bien.

–No Mateo –el evocato se detuvo totalmente, se volvió tigre, luego zorro y después un conejo que se acurrucó entre las piernas de su evocador–. Debo estar siempre a tu lado y protegerte. Primero nos secuestran y luego casi nos matan. No he hecho más que fallarte.

–No es cierto. Desde que te conozco has estado conmigo y preocupándote por mí –Mateo cargó al conejo, lo abrazó y después le levantó el rostro para mirarse de frente–. Eran cinco contra ti. Yo con un canto casi muero; tú soportaste cuatro. Sin ti este viaje no sería igual. Date cuenta de lo mucho que significas para mí. Gracias.

–Gracias –dijo el evocatto y ambos cristalizaron sus ojos, poco faltó para romper el dique que retenía el llanto.

–No quisiera estropear el momento con mi insensibilidad –el hada salió de la mochila con su libreta en la mano– pero, ¿ya notaron que nos falta muy poco para terminar la receta?

–Las Madres nos protejan –Exclamó Mentor.

La noticia fue el faro que iluminó la noche neblinosa de su travesía; aquello acababa de derramar esperanza en sus corazones y adrenalina en sus venas. El final del trayecto estaba cada vez más cerca.

–Casi puedo asegurarles que lo siguiente no está en clave, aquí dice claramente La marca del Diablo. En la isla llamamos así al sendero que cruza el acantilado Baumí. Muchos evitan la ruta, pocos se atreven a cruzarla, y ninguno ha llegado al otro lado.

–Si ese es nuestro destino –Mentor abandonó su triste semblante de roedor y se transfiguró en un halcón de alas relucientes–, entonces seremos los primeros en lograrlo.

Mateo estaba feliz de ver los ánimos de regreso en su amigo. De nuevo el evocatto mutó y ahora el equino lucía más reluciente, la crin se le mecía en las finas virutas del viento y las atléticas patas mostraban músculos firmes. El jamelgo relinchó enérgico cuando el de cabellos rizados lo montó, de inmediato se arrojó a un bravo galope. Älva dirigió la avanzada hasta que llegaron a una colina, la cual subieron.

En la cima los aguardaba la oscura entrada de una cueva mohosa, fría y silbante que intentó disuadirlos de adentrarse en sus entrañas; pero no funcionó.

–Como que muy tétrica, ¿no? –Masculló Mateo.

–No hay más. Es el camino más corto para llegar a la marca del Diablo –fue lo único que dijo el hada antes de que todos callaran.

En medio del silencio de los viajeros, apareció la Marca en el umbral de la cueva. Esperanzador y brillante como siempre, el ojo con cuernos los alentó a ingresar. Adentro, el denso manto de sombras absorbió casi toda la abatida luz del exterior. El sonoro canto de los cascos del caballo avivó la cueva, pero muy pronto las tinieblas devoraron el sonido y heredaron sólo una vibración amarga y ajena.

El paisaje que ofrecía el camino era monótono y apático: un suelo flácido, una techumbre sombría y alto que era el vivo espejo de la noche, y unos cuantos colmillos de roca que se filtraban desde el techo. Mateo recordó un poco la cueva de los alebrijes donde encontró a su amigo, sólo que ahora las estalactitas y estalagmitas brillaban con arañazos y estrías magentas y ambarinas. El suelo blando hizo trastabillar al caballo en más de una ocasión, así que mejor anduvo con lentitud.

La Flor de SynárahDonde viven las historias. Descúbrelo ahora