La arena en el reloj a sus espaldas cayó de golpe y emitió un sonido simpático, aunque de momento no le pareció gracioso. Frente a él, tendido sobre la cama, el libro estaba abierto con algo escrito. Gracias por todo Mateo, decía en la hoja izquierda, mientras que la derecha esbozaba: Te extrañamos.
–Mateo, baja a cenar –la tierna voz de su abuela, enmarcada por los últimos remates del bolero de Ravel, lo obligó a situarse en su realidad, ahora estaba ya en su casa. Aunque extrañaba a sus amigos, era muy grato escuchar la voz de su abuela.
–Ya voy –dijo mientras respiraba profundo para secar y olvidar su llanto.
El ambiente ya no tenía el fresco aroma de la naturaleza, ahora se respiraba la cálida fragancia de una cena caliente en un hogar acogedor. Hurgó en su armario y escondió allí dentro el libro y el reloj. Era mejor mantenerlos resguardados, había muchos que dependían de su regreso.
Con una sonrisa resiliente salió de su habitación y se encaminó por el pasillo amenizado por el Adagio de Albinoni que se escuchaba desde la sala. Al llegar al borde de las escaleras, cerró sus ojos y sonrió; sabía que sus amigos habrían secundado su acción. De inmediato bajó y secó una modesta lagrimilla que quiso estropearle el momento, pero pudo someterla ya que sabía que los volvería a ver.
Cuando al fin llegó abajo, vio que su abuela alistaba la mesa; con una felicidad que se le desbordaba por la sonrisa se dirigió a ella para darle un poderoso abrazo. Aquel gesto no generó extrañeza en la mujer ya que su nieto era muy cariñoso. Aunque ella no sabía que el pequeño lo hacía porque literalmente tenía días sin verla.
– ¿Sabes Abue?, me pasó algo curioso hace rato.
–A ver. Cuéntame –le respondió ella, mientras le besaba la frente.
–Pues mira.
Y así comenzó a contarle todo mientras que ella seguía con sus labores; desde lo que pasó en la librería de don Arturo, hasta su regreso unos segundos atrás.
Durante el banquete nocturno, Mateo le contó a la abuela María cada día y cada noche de su asombroso viaje a Synárah. Un brillante ejercicio memorístico ayudó a que, usando palabras, el joven tejiera detalles vívidos, aunque con una elocuencia y un orden deficientes. Contaba en ocasiones líneas temporales dispares, hacía saltos en los tiempos y secuencias. Pero al final todo, todo se contó; cada lugar que había visitado y sobre todo las personas y criaturas buenas y malas que había conocido. María no dejó de sonreír y asombrarse, tan entusiasmado lo notó, que no se atrevió a recordarle que durante las comidas no debe hablarse.
– ¿Cómo ves? –Dijo Mateo luego de concluir su relato y también la cena, a la vez que ambos levantaban los platos para llevarlos al fregadero y lavarlos.
–Qué imaginación –dijo ella mirándolo de frente, tomándolo de la mandíbula y sacudiéndole tiernamente la cabeza–, me encanta la imaginación que tienes Mateo.
Al principio, el comentario le cayó como balde de agua fría. Confundido y un poco ofendido, Mateo no asimilaba que su abuela no creyera en la veracidad de su relato. Un compendio de cejas arqueadas, ojos anémicos y labios fruncidos y secos reveló el marasmo en su ánimo; sin embargo, el silencio que lo albergó un par de segundos lo ayudó a tranquilizarse y a comprender que los adultos por lo regular han perdido la capacidad de escuchar y ver las verdades que no cumplan con las leyes de una lógica preconcebida; son incapaces de creer lo que no se pueda probar con ellas.
Quizá cuando crecemos se nos seca la flor de la imaginación, o la del asombro, por eso los adultos no creen en lo que no pueden ni ver ni demostrar. Se dijo Mateo mientras la alegría volvía a su ser. Por eso no me cree, no puede.
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La Flor de Synárah
FantasíaQuizá para Mateo no era mucha la historia que había detrás de su corta vida; sin embargo, sí era mucha la que lo acompañaba en ese mundo mágico que descubrió con algunos obsequios de cumpleaños y un espejo, que con su reflejo lo llevó a un lugar lla...