XVII. Sala de espera

31 0 0
                                        

     Lisa y yo nos encontrábamos en el pasillo que también funcionaba como sala de espera. Había tres consultorios distintos y los tres desocupados en el momento en el que fuimos desterradas de nuestras habitaciones porque era "la hora de la limpieza". Fue ahí cuando me fijé en una chica que aparentaba tener doce años por lo menos. Se estaba lastimando. Sentada en una esquina y absorta en sus pensamientos lo realizaba en piloto automático. Sus uñas, pequeñas pero afiladas, rasgaban sin rastro de indecisión gran parte de su piel y esta, se enrojecía ni bien entrado en contacto. La mirada fija en el horizonte, inmersa en un espiral de furia contenida que amenezaba con destruirla. La vida parecía haberle dado poco y quitado más de lo debido, encerrándola en el albergue de los problemáticos, en "el loquero". 
Todos hacían caso omiso, aguardando a que alguna de las inoperantes tome una iniciativa profesional y atine a calmarla. Como si alguien nadando en la miseria fuese capaz de echarle la mano a otro en igualdades. Yo sabía que eso era imposible, sabía que aquello mismo me arrastró hasta lo más hondo y suspiré. Pensé en Dahlia después de varios días. Suspiré otra vez, recordando mi propia piel enrojeciéndose exactamente de la misma manera y también tomando consciencia acerca de las capas de la dermis siendo destruídas en un acto de inconsciencia total. Nada pasó y todos siguieron aguardando.
Yo, en comparación a la otra chica, estaba acompañada y eso era una gran ventaja. La tenía a Lisa, a mi madre. Al menos alguien me contendría por las noches, al menos alguien me repetiría una y otra vez que todo pasaría y que pronto nos iríamos, al menos alguien estaba allí para mí veinticuatro horas del día.
     Conglomerados en el largo pasillo, todos clamábamos por atención y debido a la carencia de asientos nos vimos obligados a mantenernos de pie; en los ocupados se hallaban ancianos e iniciar una pelea por algo así era un boleto gratis para ingresar en la sala de contención.

Yo también lo hice— murmuré avergonzada. — también me rasguñaba cuando todo se volvía incontrolable.

Lisa me miró abatida. ¿Qué contestar ante una confesión de tal calaña? Nada sonaba decente para librarse de la prisión de la mente, huír a través de su garganta y emerger en un tono ahogado. Me limité a observar apacible y luego tomé una gran bocanada de aire.

¿Qué habrá pasado con el psiquiatra que no llega?— me animé a decir para desviar la conversación.

     No obtuve respuesta.
     Tiempo después, observé a la chica en una esquina para enterarme de que se había calmado y que un alto muchacho de camperón negro a rayas verdes se le había aproximado. Era Kevin, el escapista. El mismo que intentó escaparse reiteradas veces y acabó con más inyecciones que ganas de drogarse. Seguro estaban entablando esa típica charla introductoria que todos en algún momento nos veíamos obligados a tener. Agudicé mi audición pero no fue suficiente para oírlos, por lo que acabé por imaginármelo todo para llenar el vacío que generaba la intriga.

"— ¿Qué te pasó porqué estás acá?
Nada, qué sé yo, me traté de matar ayer.
Uh, qué bajón. ¿Vamos a tomar unos mates?
Dale, dale."

La chica se puso de pie y se echó a andar a paso desgarbado a su lado. Al llegar al final del pasillo, doblaron hacia la izquierda para desaparecer de mi vista.
      Entonces observé uno de los carteles, el de la T. Aún no sabía el significado de temperancia y supuse que jamás lograría hacerme con tal conocimiento. Mientras me acorralaba y castigaba por ser una ignorante, algo me sacó de mi ensimismamiento.

— Mason, Connie.— anunciaron en voz alta y mi madre se sobresaltó sin perder un segundo para alzar su mano.

El psiquiatra había llegado.

Resiliencia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora