Capítulo 1

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Kiowa Crossing, Colorado Junio de 1884

—¿Quiénes son?

—Mi difunta hermana Alma y la huérfana que adoptó, Katniss —respondió Romulus Thread con desgana.

El retrato de las dos mujeres que presidía la estancia desde lo alto de la chimenea, a Peeta Mellark le resultaba una presencia inquietante.

Creía sentir en la nuca su mirada reprobatoria por dedicarse a un entretenimiento tan mundano en el que antaño debió de ser su saloncito de lectura y labor. Se volvió para estudiarlas; la madre aparecía retratada, erguida y severa, en una silla de respaldo alto.

Sobre su pecho descansaba un medallón en el que se adivinaban los rasgos de un hombre.  Ese detalle, junto con el vestido negro y el gesto adusto se lo dijeron todo: viuda, sin duda.

Un poco rezagada, observó a la hija vestida en tonos grises. Su aspecto
carente de encanto, más propio de una misionera que de una jovencita en edad de ser cortejada, parecía ideado para desagradar.

Con todo, le intrigó el contraste entre el rostro y su atuendo. Era pelinegra, y lamentó que el pintor no hubiese insistido en retratarla con el cabello suelto, pues aquel peinado tirante rematado en dos trenzas que  caían sin gracia a ambos lados de la cara estropeaba el conjunto. La imagen hablaba por si sola: una joven a la que se le negaba el derecho a resaltar sus encantos, quizá en virtud de la falsa creencia, pero bastante extendida entre algunas mujeres, de que la coquetería y la belleza invitan al pecado.

—Mellark, su turno.

Aquella voz lo devolvió a la partida de poker. Deseaba acabar cuanto antes y perder de vista aquella casa. Observado por los jugadores que ya habían abandonado, se sentía incómodo.  Hubiese preferido prescindir de  público. Sólo los dos: Thread y él.  Se juró que aquélla era la última vez  que jugaba en su vida, cualquiera que  fuese el resultado.

Acababa de entender la insensatez de someter su dinero a los vaivenes del azar. Llevaba ya seis meses conduciéndose de manera estúpida. Y era demasiado inteligente para correr riesgos innecesarios, demasiado orgulloso para creerse fracasado, demasiado hombre para comportarse como un niño al que hubiesen negado un capricho.

Pero ya era tarde para retirarse.

Ojeó sus naipes: un dos de tréboles y trío de damas, nada mal.
Tratándose de damas, volvió a las del retrato y, esquivando a la difunta, se concentró en la chica que, con las manos en el regazo, irradiaba una impuesta contención. Resultaba extraña la ausencia de contacto físico entre ambas. 

Mellark recordó a su madre, tan  afectuosa y espontánea; de haberse retratado con su hija, aparecería  tomándola de la mano. Pero no era el  caso. Se veía de lejos que el cariño no  era algo que estas dos damas quisiesen mostrar. Tal vez porque no lo había. Atisbó el anaquel de la chimenea cubierto por un paño bordado en el que leyó lo que creía recordar como una cita de la Biblia: «Me llenarás de alegría con tu presencia».

La elección no podía haber sido más desafortunada, porque la imagen de aquella Katniss reflejaba cualquier cosa menos alegría.  «Deséame suerte, encanto, y alégrame el día», rogó en silencio.

—Una —pidió.

Deslizó la carta por el tapete con la vista fija en los arañazos que adornaban la cara de Thread; éste pareció adivinarle el pensamiento.

—Un regalo de una belleza poco dispuesta —aclaró con cinismo, acariciándose las marcas.  El comentario suscitó una risotada general que Peeta Mellark no secundó.

Se limitó a levantar una esquina de la carta y el pulso se le aceleró. Aquella damita de gris era una joya, pese a aparentar inocencia sabía lo que hacía. Le había regalado la dama de tréboles, la del shamrock, la única que le faltaba.

Dama de tréboles (Katniss & Peeta) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora