Capítulo 1 | La primera noche; un recuerdo olvidado |

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Tenía la sensación de estar muerta, sin estar al borde de muerte, sin tener ninguna dolencia.

Sentada en las gradas de mi casa, me abrazó un pensamiento intrusivo en el que mi vida solo era una gota sobre el pavimento y bajo el abrasador sol de medio día, sin ninguna duda de que se evaporaría en algún momento.

Soy la persona que se sienta en el bus, no le sonríe al niño de enfrente y espera pacientemente la última parada. No me cuestiono por qué no le cedí el asiento a aquella señora que parecía ser una réplica idéntica de mi tía Margaret; inclusive se vestían similar. No me importan las miradas directas del chico a mi lado, y aunque puedo oir las conversaciones jocosas de un grupo de chicas detrás mí, no me hacen gracia sus comentarios, ni la manera en que se ríen me basta para animarme a sonreír. No hay un solo detalle en todo el entorno del bus que realmente aprecie, ni en la estación, ni en la vida.

Nada mejoró con el transcurso de los años y existir solo significa eso, respirar. Sin norte, e ignorando la brújula, dejé atrás el sentimiento de aislamiento que me producía la ausencia de las amistades y relaciones que pude haber llegado a tener en el bachillerato. Una vida de estudios que nunca me enseñaron a salvarme de mí misma. Todo se quedó ahí, sin aspiraciones de ir a la universidad o independizarme.

No podía imaginarme otra realidad, no era capaz de alterar absolutamente nada. Simplemente quería estar, hasta morir.

«Ojalá te animes a ir, Alex»

Estaba de camino a la iglesia esa noche. Cada vez que transitaba por esas calles que me vieron llegar de aquel orfanato cuando perdí a mi madre, ese lugar en el cual estuve por tres meses durmiendo sobre los muebles de la oficina de secretaría; puesto que para aquellos días el centro estaba repleto y no me querían registrar mientras trataban de localizar a mi padre; al cual nunca conocí.

Pasé de estar aislada de las personas a estarlo del mundo en general al mudarme con Margaret; mi única tía materna, la cual era viuda. En su casa campestre solo me recibió Feruse, lo único que tenía. Crecí pensando que el pueblo y yo nos parecíamos, todo a su alrededor eran árboles. A mí me rodeaban excusas de las cuales nunca hablé con los demás... Era un lugar descolorido y vacío; sus casas fueron quedando abandonadas con el tiempo, todas con pinturas que nunca volvieron a ser retocadas, allí solo el verde de los árboles y los colores de los animales resaltaban.

Sólo necesitaba los años por venir para adaptarme.

Hice de mi vida un círculo perfecto donde Alex y Margaret estaban sobre la línea, no dentro. Fueron muy escasas las veces en que, al pensar en las posibilidades que tenía de alcanzar cosas más grande, me deprimí. Alex solía expresarme abiertamente que no entendía cómo podía estar en casa durante veinticuatro horas, prácticamente toda la semana; suspendida en una rutina que podría aturdir a cualquier otra persona. Para mí no era tan detestable, me mantenía a salvo. ¿A salvo de quién o de qué? No lo sabía. Él jamás encontró la manera de romper con ese comportamiento asocial en mí.

No había un lugar para mí fuera de casa al que sintiera pertenecer, ni siquiera en la iglesia adventista a la que había prometido asistir semanalmente; asistí frecuentemente durante unos años hasta que más tarde a penas me presentaba a los estudios bíblicos realizados cada miércoles. No siempre me molestaba la idea de estar allí, entre quienes aparentaban ser fervientes creyentes.

—¿Entonces podríamos decir que el día que maldijo Job se encuentra entre los días inexistentes de febrero? —preguntó un joven con curiosidad. Ese miércoles éramos trece jóvenes escuchando aquel estudio bíblico.

—Estoy segura que los que crearon el calendario sabían de estas cosas —interrumpió alegre una chica de piel negra a mi costado—. Sabemos que usted tiene mucha información esa cabeza profesor, comparta —su comentario provocó que juntos a ella, otros también rieran.

IN cubus ©  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora