Capítulo 5

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El viento feroz amenazaba con lanzar a Irene al movido mar pero ella, al contrario de lo que le dictaba el sentido común, se acercó más el borde. Finisterre estaba formado por un pequeño municipio de La Coruña, en Galicia. Se le llamaba así porque antiguamente se pensaba que el mundo terminaba allí y que más allá del acantilado y un par de kilómetros de mar yacía el vacío. 

En el momento en el que Irene lo visitó solo quedaba la belleza del agua golpeando las altas rocas pero aún solo eso es capaz de encantar a sus visitantes. En especial a Irene, que contemplaba como las olas intentaban llegar cada vez más alto, en busca del azul gemelo del cielo que tanto envidian.

Las gaviotas hacían de acompañamiento a la banda sonora de la marea y entre toda esta preciosa imagen destacaba una figura. Irene la acababa de ver por primera vez y se preguntó desconcertada cómo no se había dado cuenta antes.

En medio de este paraje natural Elena miraba a Irene, sin prestar atención al objeto del resto de miradas. ¿Quién necesita admirar un paisaje cuando lo que deseas es matar a alguien con la mirada? 

El instinto de huir invadió a Irene de nuevo y se giró para ir a su coche. A pesar del pánico inicial, no hizo falta que Elena hiciera nada para que la chica se girara para enfrentarla por fin. Le debía una explicación.

Los dos cuerpos se acercaron y la traidora escupió una disculpa precocinada. De ésas con regusto a plástico e Irene lo sabía.

"¿Por qué?" imploraban los enfurecidos ojos de Elena e Irene no sabía bien que decir.

No tenía una explicación.

—Mira, no puedo llevarme a nadie conmigo. Le pondría en peligro, debo irme sola.—probó la pelinegra tanteando el terreno.

—¿Es que huyes de alguien?—contraatacó Elena con su fiel móvil. 

—Se podría decir eso. Mira...no puedo contártelo. Además no me conoces de nada, ¿para qué quieres venirte conmigo?

—Me da igual el porqué. Solo el hecho de que me abandonaste. No te conozco de nada pero me dolió. Parecías buena persona y no creo que te haga daño si viajamos juntas por el momento.—la mirada de Elena añadía todo el sentimiento que su mensaje necesitaba y que la tecnología robaba.

—Huyo de mi familia, ¿vale? He tenido una gran pelea con mi madre y quería alejarme de todo. Entré en pánico.—medio confesó Irene, camuflando la verdad con una mentira que esperaba que resultara creíble. 

—Entonces no debería haber ningún problema con que me vaya contigo, ¿verdad?

Irene meditó. En realidad le seguía pareciendo una idea horrible llevar acoplada a una posible chivata pero la chica estaba decidida y ella no sabía como convencerle de lo contrario. Lo importante era ni hacerle sospechar, siempre podría escabullirse en cualquier otro momento. Esperaría hasta que se durmiera o algo y pondría tierra por medio. Ahora empezaba a dudar de haber hecho lo correcto al no haberla atropellado en vez de recogerla la primera vez que se encontraron.

—Si tu subconsciente no hubiera querido verme, no habrías venido al sitio al que prometiste que me llevarías—añadió Elena al ver que Irene tardaba en contestar.

Irene sintió como sus pensamientos se congelaban, en parte eso era cierto. Ahora que se paraba a pensarlo, no había sido comportamiento racional lo que ma había llevado a este recóndito lugar. ¿Qué había sido entonces?

—Hacemos un trato, ¿te parece?—ofreció Elena.—Viajaremos juntas hasta que se me acabe la pasta.

—El dinero, ¿y cuánto tienes?—preguntó Irene, indecisa entre imaginarse a la chica con millones o con dos euros en su cuenta.

Elena negó con la cabeza y metió la mano en su mochila. Sacó entonces el tubo de pasta de dientes y el trato quedó claro. 

No hay que obviar que a Irene le pareció cuánto menos gracioso y cuánto más extravagante pero había que reconocer que no era tan mala idea. El tubo estaba por la mitad y eso tampoco podía durar demasiado. ¿Verdad?

Al final se subieron las dos al coche, tal y como había empezado todo. Solo que con varias horas de adelanto y, de nuevo, sin destino. 

Tras un largo consenso se decidieron por Santiago. Entre tantos peregrinos y turistas, pensó Irene, seguro que una cara anónima más en la multitud no llamaba la atención. A Elena no le pareció nada mal visitar la ciudad así que solo cabía resolver el tema del conductor.

Todo comenzó porque, ahora que iban definitivamente a viajar juntas, Elena argumentaba que quería también contribuir. 

—Es mi coche y además, sigo sin saber nada de mí.—argumentaba por su parte Irene.

—Me llamo Elena, tengo 27 años, hija única, me lo debes por haberme abandonado y además, seguro que he dormido más que tú y tú tienes pinta de caerte dormida ahora mismo sobre el volante.

Elena no entendía cómo su compañera podía escribir tan rápido en el pequeño teclado del móvil pero en realidad no iba tan mal encaminada. Su mente le trajo enseguida imágenes del anterior desastre con el sueño. Por encima de todo, si ya tenía que cargar con la chica, que más daba si conducía un rato. No creía que las fuera a llevar a la comisaría de policía más cercana mientras ella dormía en el asiento trasero.

—He dormido 3 horas—intentó Irene, quemando su último cartucho.

—4 horas y media—proclamó la voz su victoria.

Irene no sabía si estaba empezando a odiar o amar esa estúpida voz de robot.

Llegaron a Santiago en lo que a Irene le parecieron nueve segundos y tres cuartos pero que en realidad fueron más debido a la magia que obra el sueño en el reloj.

Ya allí no fue difícil encontrar un hostal ya que, al contrario que de dentrífico, a Elena le sobraba la pasta para pagarlo.

Estaban dando un agradable paseo cuando, al pasar por delante de una tienda de pelucas, Irene se acordó de su propósito.

—Oye, creo que necesito un cambio de look intenso. ¿Sabes algo sobre cómo hacer eso?—comentó a Elena, que se había sorprendido al ver a la chica pararse a ver las pelucas teniendo un pelo tan largo.

Saltó entusiasmada y, juntando todos los dedos de la mano, se los llevó a la boca y los separó rápidamente haciendo el ruido de un beso al aire. 

—Allá vamos—exclamó Irene, resignada.

Fumar mataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora