Capítulo 9

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Irene y Elena fueron pronto conocidas entre la gente del albergue. Iba totalmente en contra del plan de Irene pero parecía que su nueva amiga no podía evitarlo. Muchos días los pasó rodeada de niños, scouts o residentes de la propia ciudad que jugaban en la calle de abajo de su albergue. A los niños no parecía importarles que la chica no pudiese hablar, ya gritaban ellos el doble para compensar. De alguna manera, conseguían entenderse y se volvía a ver la verdad en la creencia de que los niños tienen algo mágico.

A Irene le daba la sensación de que venían ya a propósito hasta donde ellas estaban por la fama de la diversión de los juegos que la chica se inventaba. Pronto se convertiría en un punto de interés turista más de Santiago y los visitantes comprarían tickets para que jugara con ellos al Pollito Inglés.

Irene, por su parte, prefería observar la chiquillería desde lejos pero a veces, atraída por la gravedad irresistible de su amistad, acababa en medio de todas las criaturas. Cuando podía se mantenía lejos y eso le permitió librarse de algo muy importante, su coche. 

Era consciente de que no había sido muy inteligente quedarse con el coche tanto tiempo. Un coche era fácil de seguir para la policía pero esperaba que aún tardasen una temporada en darse cuenta. Por eso había cogido el de su ex, nadie se daría cuenta hasta que vendieran sus propiedades al Estado o algún entrometido metiera sus narices.

Fueron unos franceses quién le quitaron el peso muerto con una oferta. Una oportunidad perfecta que no fue más que un regalo del destino, arrepentido de habérselo hecho pasar mal últimamente.

—Irene, ¿conoces a alguien que tenga un coche que quiera vender?—le preguntó un día una joven francesa de la que se había hecho amiga mientras devoraban unos huevos del buffet de desayuno—Lo necesitaríamos lo antes posible, de verdad. 

La chica era el más responsable de su grupo de excursionistas y era la que, en un principio, les había dado la idea de hacer el camino de Santiago. Sin embargo, ahora que dos de ellos se habían lesionado, no le parecía tan buena idea y parecía muy agobiada. Con una fractura de tibia y un esguince de tobillo necesitaban un vehículo para volver a Francia llevando las mochilas y todo. El coche rojo de Irene era perfecto para eso además de que a los franceses les encanta los dados de la suerte que colgaban en uno de los espejos del coche. A Irene le hacía gracia, ella siempre se reía de la decoración cuando salía con su antiguo dueño y ahora eso contribuía a su salvación.

—Pues mira, conozco a la persona y al coche ideal—cerró el trato Irene, contenta de contar con tanta suerte.

Con Elena ocupada varias horas en entretener a los pequeños monstruitos, Irene se entrenía con Kenai, su nuevo amigo.

No lo habían visto aún desde su llegada porque se encargaba también de visitas guiadas para los turistas hospedados en el albergue. A pesar de eso, en cuanto le conocieron pasó a ser parte del grupo ipso facto.

Fue una mañana en la que Elena e Irene estaban aburridas en la habitación sin saber bien que hacer. Kenai sabía que las dos no eran visitantes normales y que no venían precisamente para hacer turismo pero en ningún momento le pasó por la cabeza cuestionar sus intenciones.

TOC, TOC, TOC. Gritó la puerta al ser golpeada con los fuertes puños del chico. Era algo más joven que ellas pero, acorde con su nombre que significaba oso negro, era corpulento y con la piel afín al color. Abrió armado con su acostumbrada media sonrisa y, con su coletilla favorita, inició la conversación.

Fumar mataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora