El acero helado y mágicamente forzado le quemaba la carne donde le sujetaban las muñecas por encima de la cabeza en la oscuridad. Los grilletes tintineaban ruidosamente mientras él se movía, luchando en vano por aliviar el agonizante dolor de brazos y hombros. ¿Cuánto tiempo llevaba ya aquí? Debería haber sabido que las cosas iban demasiado bien. Hacía unos meses que había completado por fin su odioso entrenamiento de "Cazador", por lo que la perspectiva de volver a casa tras su graduación en Hogwarts no parecía la perspectiva morbosa y desalentadora que había sido desde que era un niño.
Hogwarts había sido su escape del incesante entrenamiento, de la dura y fría familia que lo había rodeado en casa. Sus amigos de Hogwarts habían dicho una vez que su familia era muy "militar" en su frialdad. No sabían que lo veían más como un soldado al que había que entrenar que como un hijo al que había que cuidar. No era que no lo quisieran, no; era sólo que su amor venía en forma de duros horarios de entrenamiento y reglas estrictas. Unas que lo prepararían para el mundo que luchaban por proteger de "los seres más impíos", como ellos decían. Los vampiros.
Sólo que desde hacía algún tiempo, varios años de hecho, esa tradición familiar, ese trabajo, no tenía el atractivo que había tenido antaño. Desde que lo conocí, pensó, agachando la cabeza y mirando en la oscuridad hacia donde sólo podía adivinar que estaban sus pies. Desde aquel encuentro casual tres años atrás, todas las creencias con las que se había criado habían quedado en entredicho. Nunca se había sentido tan confuso sobre su propósito en la vida como ahora, y todo gracias a un hombre, a un vampiro: Lucan Vesper.
Sonrió pensativo en la penumbra, el nombre aportando calidez a su frío entorno. A pesar de su obstinada educación, nunca antes había visto un vampiro de verdad, y en cuanto vio a Lucan por primera vez, su interés se despertó. Había empezado siendo simplemente eso, interés, un deseo de ver exactamente qué se esperaba de él que cazara y matara algún día. Pero el interés morboso se había convertido rápidamente en sentimientos más profundos y complicados...
¿Lo volveré a ver? se preguntó, cerrando los ojos y rezando para que la inconsciencia lo alejara del dolor y la oscuridad cegadora de esta prisión. Sin embargo, nada más abrir las pestañas, un gemido de madera sonó desde el otro lado de la habitación: la puerta se estaba abriendo. Una luz dura y deslumbrante irrumpió a través de la puerta y Alaric siseó de dolor, haciendo muecas mientras sus ojos hambrientos de luz se esforzaban por adaptarse una vez más.
Los pasos resonaban en la habitación y se acercaban cada vez más. Alaric se tensó en sus ataduras de acero, sintiéndolas chirriar como una advertencia, recordándole que su magia le estaba cortada mientras estuvieran atadas a sus muñecas. Entrecerró los ojos hacia la criatura que se detuvo ante él, a escasos centímetros, pero sus ojos seguían siendo inútiles. Entonces, de repente, una voz grave, profunda y resonante atravesó la luz cegadora como un relámpago.
- ¿Caius?
Algo en el cuerpo de Alaric se quebró y emitió un sonido ahogado y jadeante. La criatura que no se atrevía a creer que fuera real estaba arrodillada ante él, tapando la luz lo suficiente para que le diera menos en los ojos y reconoció al instante aquel rostro que tan bien conocía. Ahora le dolían los brazos por el deseo de echárselos sobre los hombros, sentía ese deseo más profundamente que cualquier desesperación por la libertad. Se esforzó por hacer que su voz funcionara, pero su garganta estaba demasiado seca.
- Caius -volvió a decir el hombre, acercando su fría mano a él. Aquellos dedos le apartaron los desordenados mechones rubios de la cara, donde lo habían estado volviendo loco desde que lo habían encadenado aquí, y le ahuecaron la mejilla con el tipo de ternura que sólo él le había ofrecido en todos sus diecisiete años de vida. A pesar de la situación, Alaric no pudo evitar derretirse ante aquel contacto.