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decisión.

dentro del agua. 2 de marzo de 2024. 9:36. Tailandia.

Pasó la noche más larga de su vida sentado en el alféizar de una ventana.

Sintiendo cómo el castillo de naipes que era su vida se caía poco a poco, carta a carta, destruido por el viento que era la pérdida del hombre que llevaba amando lo que parecía toda una eternidad.

No cerró los ojos ni un sólo momento, ¿cómo podría? ¿Y si lo hacía y se perdía las respuestas que en las estrellas buscaba? Les preguntó demasiadas cosas, y ni siquiera entonces se sintió saciado. ¿Cómo iba a volver a casa sólo? ¿Cómo coño iba a decirle a todos lo que había pasado? ¿Cómo coño iba a vivir sin Agoney?

Se había acostumbrado a vivir con él y a mirar sus ojos cada día; le era completamente imposible una vida sin Agoney. No podía imaginarse un futuro que no fuera complementado con su presencia, su mente enamorada no era capaz de asumirlo. Que los dos platos pasaran a ser sólo uno, que sólo fueran un par de manos las que hicieran sonar el piano, que fuera él el que tuviera que abrir las ventanas cada mañana. No podía imaginarse una casa silenciosa, un coche impregnado con un sólo aroma, un armario sin llenar.

Era carente de fuerzas, de esperanzas. Carente de ganas para levantarse de allí y carente de fuerzas para mirarle a los ojos y aconsejarle que hiciera aquello que sabía que tenía que hacer. No podía obligarse a sufrir una semana más. No podía pecar de semejante egoísmo. 

Fue Alfred quién pasó la noche con Agoney. Y no lloró, porque el canario tampoco lo hizo. No dijo una sola palabra, se limitó a coger su mano y no soltarla, a pesar de que sabía que no tendría que ser él quien lo hiciera, si no la persona que había salido tambaleándose de aquella sala para no volver a entrar.

Podía llegar a imaginarse lo que pasaba por la mente de Raoul. Había buscado con él, le había visto derrumbarse en noches bajo las estrellas apagadas del país y le había visto temblar mientras subía las escaleras hacia la habitación en donde, efectivamente, estaba Agoney.

Y después de verle luchar, jurar y perjurar, estaba viendo cómo sus esperanzas se desvanecían y cómo la vida del moreno se le escurría entre los dedos temblorosos. Y él, que había perdido a Amaia y que aún no se había permitido llorar su muerte, sabía cómo quemaba.

Así que no, no salió al pasillo aquella noche para buscarle, ni intentó que se acercara a Agoney. Porque sabía que aquello destruiría a Raoul, y que podría ser incluso más duro para él que para el canario. Después de aquellas dos semanas pateando hospitales, listas y desconocidos, no iba a castigarle así.

Le concedió una noche. Para que llorara, gritara o hiciera todo aquello que su cuerpo pidiese antes de tener que enfrentarse a los ojos de su novio una vez más, a sabiendas de que llegaría un momento en el que no podría volver a hacerlo.

Se la concedió a él, y a Agoney. Entendía a Raoul, pero no al canario. Intentaba hacerlo, mirándole, recostado en aquella camilla y con la cara únicamente iluminada por la bombilla que parpadeaba en lo alto del techo. No podía llegar a imaginarse su sensación.
Y es que a Agoney, se le había venido el mundo encima.

En parte, lo sabía. Sabía que era más probable que muriese a que volviera a casa. Lo había sabido durante la primera hora, cuando sus pulmones habían fallado y su cuerpo se había caído de aquella tabla, dejándole a la merced del agua. Lo había sabido en la cabaña de los nativos, cuando se percató de los ojos llorosos de Marina mientras cambiaba las vendas que rodeaban su cuerpo. Y lo había sabido cuando Raoul entró por la puerta, porque si la vida había estirado tanto hasta que él estuviera allí, tendría que ser por algo. Definitivamente, se iba. Pero a pesar de tenerlo asumido, el dolor de la realidad quemaba cada uno de los centímetros de su piel.

Under the water ; RagoneyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora