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L U N E S

Llueve.

A paso ligero, intento alejarme del campus universitario lo más rápido posible mientras me cubro la frente para que las gotas, que empiezan a caer con cada vez más fuerza, no me impacten directamente en el rostro.

No traigo paraguas porque en septiembre la gente normal no lleva consigo uno. Además, no estaba en mis planes regresar a casa caminando. Se supone que mi padre vendría por mí, pero al parecer lo ha olvidado. Otra vez.

Acelero mi andar. No quiero toparme ni hablar con absolutamente nadie. Hace unos minutos recibí una de las calificaciones más importantes del ciclo y mi nota no ha sido la que esperaba.

Sin embargo, eso no ha sido todo.

En mi afán de escapar del salón a toda prisa tras recibir la calificación antes mencionada, tropecé con algo —no tengo idea de qué haya sido pero como sea, maldigo ese "algo"— y caí estrepitosamente al suelo. No había mucha gente en el pasillo y eso aparentemente iba a hacer menos vergonzoso el incidente, pero a la hora de ponerme de pie, lo vi.

Fabián Camino estaba subiendo por las escaleras en el momento en que tropecé y claramente lo vio todo. No se rió, pero tampoco hizo ademán de ayudarme.

Por mi parte, atiné a forzar una estúpida sonrisa y tras ello, desaparecí del lugar a toda velocidad.

Ahora estoy aquí; desaprobada, avergonzada y empapada porque ¡oh!, por pensar que mi padre me iba a recoger, no tengo conmigo el dinero suficiente para pagar un taxi hasta mi casa.

Hoy no tengo opción. Toca caminar.

Cuando llego al centro de la ciudad, noto que la lluvia ha bajado su intensidad y que incluso en el cielo se empiezan a asomar tímidamente unos pequeños rayos de sol. Miro mi reloj. Cuatro y diecisiete. El clima, como mi día, es una locura.

Continúo andando y llego hasta el jirón más famoso de la ciudad. Una usualmente suele encontrarse de todo en este lugar: familias enteras paseando, parejas acarameladas, grupos de amigos, euforia, griterío, calma, rostros apesadumbrados, sonrisas... y música. Por lo general, en las partes laterales de la calle hay músicos callejeros que le dan vida a las tardes nubladas/lluviosas/soleadas como la de hoy.

Oigo a un violinista, a un percusionista y a un acordeonista, pero por una razón muy concreta, solo escucho a una persona: un chico que está cantando un tema acompañado de un peculiar ukelele azul. Y si he reparado en él no es precisamente por su talento, sino por la canción que está interpretando.

Lady Madrid de Pereza, la canción favorita de mi ex.

Lo escruto y noto que, para ser alguien que trabaja en la calle, está muy bien vestido y que, por su apariencia en general, da la impresión que es un cantante famoso; como esas veces en las que televisoras contactan gente conocida para ponerlas en las calles a hacer cosas raras a modo de experimento social.

Volteo a un lado y a otro y no me percato de nada extraño. Con lo que sí me encuentro cuando me giro a verlo de nuevo y es con que me está mirando, sonriente. Yo enarco una ceja y me dispongo a marcharme, pero al advertir eso, él deja de tocar intempestivamente y me dice casi susurrando:

— Eres la primera persona que se ha detenido a escucharme hoy. Gracias.

Su voz hablada es, sin lugar a dudas, mejor que su voz cantada. Reparo en que su acento es extranjero y en que, al parecer, tiene mucha seguridad en sí mismo.

— La canción que estabas cantando es horrible.

Eso, desde luego, no es cierto.

Tras escucharme, intenta cogerme el hombro pero yo me aparto de inmediato. Noto su extrañeza en el rostro, pero sin esperar un segundo más, me responde:

— Entonces me puedes traer una playlist con las canciones que te gustan y quizá y solo quizá, las incluya en mi repertorio.

Tras ello me regala otra sonrisa y, cuando estoy a punto de contestarle, empieza a tocar nuevamente de la nada, dejándome con la palabra en la boca.

¿Pero qué se ha creído?

Nuestros ojos hacen contacto visual una última vez e, instantes después, sin dudarlo más, me marcho del lugar.

El chico del ukelele azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora