D O M I N G O
Anoche, antes de quedarme dormida, recibí una llamada de Silvia.
— Tu madre me contó todo. No sabes lo arrepentida que estoy de haber ayudado a ese imbécil todo este tiempo. No sé de qué manera pedirte disculpas —me dijo, a los pocos segundos de empezar la conversación.
Pasaron varios minutos en los que yo le contaba los pormenores de lo que había sucedido y de lo que sentía al respecto, mientras ella me escuchaba e intervenía para apoyarme o para echarse nuevamente la culpa.
— No te sientas mal por todo esto —le dije, en un punto de la llamada—. Tú hiciste lo que hiciste porque querías ayudarme. Sabías cuánto me gustaba Fabián y no sospechabas lo que traía consigo. Tus intenciones fueron buenas y eso no está en discusión. Te quiero, ¿sabes?
Esta intervención mía puso paños fríos a la situación y a partir de ese momento sentí que una de mis tantas heridas se había empezado a curar.
Ahora me encuentro tumbada sobre la cama de Ana, quien me mira sentada frente a su escritorio con mi celular entre las manos.
El reloj que está pegado a su pared indica que son las cuatro y cuarenta y uno de la tarde. Llevo más de dos horas aquí y siento que no me quiero mover. Y es que aunque mi madre es y será siempre mi confidente favorita, Ana tiene la chispa y la buena onda que necesito en estos momentos de mi vida.
— Te juro que leo y releo el mensaje y hasta quiero que lo perdones —comenta por fin, tras revisar por enésima vez el texto que Fabián me dejó ayer por la noche.
— Estás mal de la cabeza.
— A ver, lo digo en broma, pero el chico tiene mucho arte para escribir.
— En eso tienes razón. Parece ser que es un embustero por naturaleza.
— Si no lo quieres tú, me lo quedo yo.
Yo río ante el comentario de mi amiga. Entonces me incorporo y nos miramos por unos segundos. La que no aguanta la risa esta vez es ella.
— ¿Y ahora qué harás? —me pregunta.
— ¿En qué sentido?
— No lo sé, hace dos días estabas entre Roi y Fabián y ahora te has quedado con las manos vacías. ¿No hay de casualidad un plan C?
— No, no lo hay —digo, fingiendo estar pensativa.
— Desde que supiste lo de Fabián, ¿no pensaste en ningún momento en Roi?
Touché. La respuesta es sí, pero no lo voy a reconocer.
— No. ¿Por qué pensaría en él?
— Porque te gustaba, aunque sea un poco.
— Pero te dije que él no quería nada serio conmigo.
— Pues ahora puedes querer tú algo poco serio con él.
Tras decir esto, Ana se levanta de su sillón y empieza a acomodar unas casacas de su armario.
— No soy de cosas fugaces. Y aunque lo fuera, no tendría nada con él —digo, viéndola mientras ordena su ropa—. Creo que después de lo que ha pasado no quiero saber nada de chicos. Sola estoy más que bien.
Ana asiente con la cabeza.
— Eso es lo que quería escuchar.
— ¿En serio?
— Por supuesto. Si no quieres ni a Roi ni a Fabián, yo feliz. ¡Más para mí!
La risa es general dentro de su habitación.
Pasada una hora, me marcho de casa de Ana. No detengo ningún taxi. Quiero andar un rato.
Camino a paso ligero bajo una llovizna que se ha hecho presente en un día en el que siento que soy más fuerte y feliz que hace una semana.
Siete días atrás, vivía embobada detrás de un chico que no valía la pena, no conocía a Roi ni había ahondado en mi amistad con Ana.
Las cosas que han ocurrido, para bien o para mal, han servido para poner un poco más en orden las cosas, para redescubrirme y para abrir los ojos y darme cuenta de que hay gente con la que hay que tener cuidado y gente que de verdad vale la pena conocer.
Entonces, a pesar de que ya casi va a oscurecer, decido sacar mis audífonos y ponerme a escuchar música bajo la llovizna que cada vez se asemeja más a una lluvia con todas sus letras.
Pasan los minutos.
Una, dos, tres canciones.
Y todas ellas, me las imagino siendo cantadas por Roi y su singular ukelele azul.
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El chico del ukelele azul
Teen FictionUn examen desaprobado, un padre irresponsable, un momento vergonzoso frente al chico que me gusta... ¿qué podría arruinar más mi día? Exacto, un músico parado en la calle cantando la canción favorita de mi exnovio.