EPÍLOGO

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NARRA ROI

Interpreto con dificultad una versión original de Con las ganas de Zahara. Aproximadamente quince personas —en su mayoría, chicas— me rodean y dos o tres de ellas cantan conmigo la sentida letra de esta canción. Reconozco algunas caras. Hay algunas chicas que vienen asiduamente a verme cantar y con quienes he establecido, incluso, un lazo de amistad.

Cuando toco el último acorde del tema, algunos vitorean y aplauden. Yo me inclino en señal de agradecimiento y me alisto para interpretar la siguiente canción.

Me siento contento y melancólico a la vez. Es mi último día en Perú.

Hace poco me contacté con unos amigos que están en Argentina y ellos me invitaron a visitarlos en cuanto pueda. No me pude negar. Aunque mi experiencia en Trujillo ha sido fenomenal, mi afán de seguir explorando la mayor cantidad de lugares posibles es sumamente fuerte. Es hora de emprender otra aventura y me siento listo para tomar el riesgo.

El poco tiempo que he vivido en esta ciudad me ha servido de aprendizaje para saber subsistir por mi cuenta y para reparar en que la independización es un monstruo con el que puedo batallar cara a cara.

Ahora canto Por el miedo a equivocarnos de Maldita Nerea. En esta ocasión, nadie me acompaña en la voz. Es una canción totalmente desconocida para mi auditorio, y sin embargo, nadie se ha marchado.

Cuando estoy por empezar el segundo estribillo, la veo a lo lejos y no puedo evitar esbozar una sonrisa que desentona con la tristeza y rabia que emana el tema que estoy interpretando.

Catalina —o Natalia, como suelo llamarla— es una chica sumamente especial para mí.

Durante las dos primeras semanas que pasé en Trujillo, poco caso me hizo la gente que transitaba por el jirón que hoy se ha vuelto como mi hogar. Ella fue la primera que se detuvo y tuvo contacto —aunque sea accidentado— conmigo. Los días que vinieron después fueron muy intensos. Hubo malentendidos, confesiones e incluso una corta despedida.

Han pasado dos meses desde la tarde en que me dijo que estaba enamorada de un chico que no era yo y me vi obligado a no cortar sus alas injustamente. En ese momento ella no tenía idea del golpazo de realidad que iba a recibir en las horas siguientes.

Semanas después; me visitó otra vez, me contó lo que había ocurrido y me pidió que no dejase de ser su amigo. Yo tuve una respuesta positiva de inmediato. Es así como en este tiempo hemos forjado una extraña pero verdadera amistad. Muchas veces ella vino a verme y otras veces fui yo a tocar cerca de su universidad. Además, salimos en un par de ocasiones a bares junto a Ana, su inseparable y curiosa amiga.

De hecho, ella camina a su lado en estos momentos. Lo que me extraña es que hay una chica junto a la dupla que no conozco.

Interpreto la última frase de la canción de la banda murciana y, en ese momento, ella me atisba y me hace un ademán de saludo con la mano derecha. Ana hace lo propio.

Los aplausos a mi alrededor me hacen volver en mí. Sonrío a la gente que me ha escuchado esta tarde, hago nuevamente una reverencia y dejo el estuche de mi ukelele en el suelo para que propios y extraños me echen unas cuantas monedas, según su voluntad.

Cuando termina este proceso, me alejo de la multitud, que ya empieza a dispersarse, y me acerco al pequeño grupo que ha venido a verme.

— Veo que ya eres todo un rockstar —me comenta Cata después de darme un efusivo abrazo.

— Siempre lo fue, solo que nunca nos dimos cuenta —la secunda Ana.

— Gracias por tomarse la tarde exclusivamente para escuchar mi concierto, pero lamento decirles que ya se ha terminado —les comento, irónico.

— Nada de eso —interviene Ana—. Nos íbamos al cine, pero nos quedas de camino.

Hago un gesto para fingirme ofendido y ellas se ríen.

Entonces escruto a la muchacha que no conozco y que todavía no ha dicho ni una palabra. Es bastante guapa. Tiene cabello castaño ensortijado y es ciertamente alta. Lleva una cazadora verde y vaqueros.

— ¿Y ella? ¿Por qué no me la presentan? —pregunto, señalándola.

— Te he hablado infinitas veces de ella —me dice Catalina, muy seria.

— No sé de qué me estás hablando.

— ¡Es Silvia!

Me toco la cabeza con las manos en señal de sorpresa y me acerco para saludarla con dos besos.

— ¡No sé dónde tengo la cabeza! ¡Natalia me ha hablado mucho de ti!

— ¿Natalia? —pregunta, sorprendida.

— Descuida, ya te contaré la historia de mi nombre falso —comenta Cata, riéndose.

Vuelvo a mirar detenidamente a Silvia y le sonrío.

— ¿Pero tú no vivías en Lima? —le pregunto.

— Sí, pero he venido a pasar el fin de semana por el cumpleaños de mi madre. En la noche lo celebraremos.

— Estás invitado —comenta Cata.

— Uhm, no sé si podré ir, pero lo voy a pensar.

La verdad es que se me haría imposible ir a cualquier lado esta noche. Mi vuelo a Lima sale a las nueve y el que me llevará a Buenos Aires, a las doce menos quince.

Sin embargo, no digo nada de eso. No quiero comentar el hecho de que me voy a ir de la ciudad y del país. Odio las despedidas con todas mis fuerzas.

— Bueno, nosotras nos vamos —comenta Ana, mirando su teléfono—. La función empieza a las cinco y media.

— Pues nada, ha sido un gusto verlas.

"Por última vez", me gustaría agregar. Pero no lo hago.

— Ha sido un placer conocerte —indica Silvia, mirándome—. No sabes cuánto me habló Cata de ti cuando recién te conoció.

— Entiéndela —replico—. Lo suyo fue amor a primera vista.

Risa general.

Lo que viene después es un fuerte y cariñoso abrazo con las tres. Es posiblemente una despedida definitiva, pero ellas no lo saben. Quizá dentro de unos días Ana y Catalina vengan a verme. Y ya no me van a encontrar.

Las veo alejarse, mientras introduzco mi ukelele azul dentro de su funda. Es la última vez que hago esto en este jirón. Todavía no puedo creer que haya venido por casi tres meses de manera ininterrumpida y que en ningún momento me haya aburrido del lugar. La mística que siento aquí no tiene igual.

Aún no sé si en Buenos Aires voy a poder encontrar un lugar en el cual pararme a cantar. La única certeza que tengo es que, si lo hago, no será con mi ukelele. Este ya no me pertenece más a mí. Ahora es de este lugar, de la gente que me vino a ver todas estas tardes. Dejo la funda exactamente en el punto en el que me paré a cantar todo este tiempo. Veo mi instrumento con cariño y añoranza e, instantes más tarde, me alejo poco a poco del lugar.

Espero que alguna de las personas que me escuchaba o un músico principiante lo tome y le sepa sacar provecho.

Entonces me pongo los audífonos para escuchar música, mientras me seco las pocas lágrimas que han hecho acto de presencia sobre mis mejillas.

Trujillo me regaló una experiencia de vida y, a modo de retribución, yo le he regalado parte de mi alma en ese pequeño y preciado ukelele azul.

Esa es la huella que dejo aquí. Toca encontrar la huella que dejaré en la precipitada ciudad que ahora me espera.

El chico del ukelele azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora