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— No puedo creer lo que me estás contando.

— Pues créelo. Si me pagaran por las veces en que me he querido morir hoy, sería millonaria o algo similar.

Silvia ríe y yo la imito. Le he narrado la retahíla de situaciones que he vivido en el día y, como siempre, se lo ha tomado con mucho humor.

Al final, después de todo, las cosas pasan y hablar con mi mejor amiga siempre es una suerte de terapia, una forma de sacarme de encima los problemas que a menudo atarean mi mente.

Me encantaría tenerla aquí, a mi lado, pero no es así.

Cuando terminamos nuestra etapa escolar, ella viajó a Lima para hacer sus estudios universitarios mientras que yo me vi obligada, por cuestiones económicas, a quedarme en Trujillo. Sin embargo y a pesar de la distancia, nuestra amistad no ha menguado y ambas confiamos en que eso nunca pasará.

Nos conocemos de toda la vida. Fuimos al jardín, a la primaria y a la secundaria juntas; y estoy segura de que el destino nos va a volver a unir tarde o temprano.

— Bueno, igual nunca le has hablado a Fabián, así que tampoco pierdes mucho.

— Es cierto, ¿pero te imaginas que un día pase algo entre los dos? ¡Me lo recordaría toda la vida!

— Pues si lo llega a hacer, no podré culparlo —comenta, divertida.

Sonrío y asiento con la cabeza. Entonces mi mirada se pierde en un punto de una de las paredes de mi habitación mientras pienso en él. Fabián es un chico sumamente especial para mí aunque no lo conozca ni haya hablado nunca con él. Pero lo siento. Lo siento y eso me basta.

Recuerdo que la primera vez que lo vi fue el primer día de la universidad. Yo estaba perdida buscando el salón en el que iba a tener una clase y, cuando creí por fin haber encontrado mi aula, abrí la puerta. Al entrar, el profesor encargado me preguntó:

— ¿Publicidad?

En ese instante, me quedé helada. Me había equivocado de salón.

— Lo siento, soy de Derecho.

Ante esto se produjo una risa general en el lugar. La única persona a la que no vi reír fue a él, que estaba sentado en la primera fila. Simplemente me miraba con una sonrisa en los labios a la que respondí con otra sonrisa. Sonrisa que tuve que borrar casi al instante para escapar cuanto antes de esa aula y buscar aquella en la que se iba a desarrollar mi clase.

Tras eso, lo he visto algunas veces por la universidad pero nunca hemos cruzado palabra. Apenas nos hemos sonreído, pero nada más.

— Cambiando de tema —digo, de repente—, me he quedado pensando en el chico del ukelele. Era muy extraño.

— ¿Extraño por qué?

— No sé, parecía tener excesiva confianza. ¡Y su acento era de extranjero!

— ¿Es guapo?

Sí, lo es.

— Un poco, aunque no me fijé tanto en ello. Lo que más llama la atención cuando lo ves y escuchas es lo mal que canta. Créeme.

Silvia empieza a reír y a imitar a un cantante aleatorio desafinando.

— Es extraño que quiera ganarse la vida con la música cuando canta tan mal, en serio.

— A ver, Catalina, si es guapo se le perdona.

Muevo la cabeza de un lado a otro cuando escucho el comentario de mi amiga. De hecho, ahora que lo pienso, el chico del ukelele azul es bastante atractivo pero sus aires de superestrella opacan eso con creces.

— La próxima vez que lo veas, le tomas una foto.

— ¡Prometido! — digo, poniendo mi mano a la altura de mi cara.

En ese momento, escucho que mi madre abre la puerta de mi habitación.

— Cata, la cena está lista —me dice.

— Ahora bajo —le susurro—. Estoy hablando con Silvia.

— ¿Con Silvia? ¡Qué gusto! Déjame saludarla.

Mi madre se acerca a mi ordenador y empieza a charlar con mi mejor amiga de temas varios mientras yo me concentro en sus facciones y gestos. Está muy golpeada. La separación con mi padre está muy fresca y sé que cada noche le cuesta mucho dormir sin tenerlo a su lado, pero a pesar de eso, siempre intenta mostrarse contenta para mí.

Por eso la quiero y la admiro.

Porque a pesar de todo, es mi heroína. 

El chico del ukelele azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora