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S Á B A D O

Estoy sentada en un banco ubicado frente al lugar en el suele tocar Roi. El mismo banco en el que estaba la primera vez que hablamos, cuando sin esperarlo me interceptó en el momento en que me disponía a sacar un cigarrillo de mi mochila.

Sonrío al recordar ese momento e incluso tengo la impresión de que han pasado varios días desde entonces, cuando en realidad apenas han sido tres.

Le doy otra calada al pitillo que tengo en la mano. Miro a mi alrededor. Me encanta este lugar. El jirón Pizarro cobra más vida de la habitual los sábados y este no es la excepción.

Las parejas se multiplican, los comerciantes casi no tienen descanso, los caminantes ralentizan el paso y los músicos callejeros se hacen notar con más claridad.

A lo lejos puedo escuchar a una señora de unos cincuenta años cantando Contigo aprendí acompañada de su vieja guitarra. No puedo evitar emocionarme. Es la canción que me cantaba mi padre cuando era pequeña.

Mi cigarrillo se acaba consumiendo, pero no pienso sacar otro.

Veo a Roi acercarse a mí con su ukelele azul en la mano. Luce una camisa a cuadros rasgada que nunca se la había visto y los jeans de siempre.

Me sonríe apenas me atisba y yo le devuelvo el gesto. No me va a dejar de impresionar nunca cómo es que este chico inspira tanta confianza en mí cuando apenas lo conozco.

Me saluda con dos besos y se sienta a mi lado.

— Aquí estoy —me dice—. Ahora quiero saber qué es eso tan importante que no me querías decir ni por Whatsapp ni por llamada.

Llegó el momento. Necesito poner en orden mi vida y esta es mi oportunidad de oro.

— ¿Qué fue lo de ayer? —pregunto, tajante.

Roi enarca las cejas y me mira incrédulo.

— ¿A qué te refieres?

— Al beso... o casi beso que me diste.

Entonces dibuja su sonrisa de siempre. Esa que amo y odio a partes iguales.

— A ver, que no es para tanto. Me apeteció jugar un poco y lo hice —comenta, mirándome a los ojos—. Ahora, si te ha molestado, te juro que no lo vuelvo a hacer en mi vida.

— No es eso... —agacho la mirada y continúo con un hilo de voz— Tengo que contarte algo.

Y es así como empieza mi monólogo sobre mi historia con Fabián. Le narro los hechos a modo de radionovela. Desde la primera vez que lo vi, hasta su confesión de ayer.

Roi me escucha atento y casi sin pestañear.

— Creo que merezco una disculpa por lo del mensaje. Me echaste la culpa y acabó siendo él.

Sabía que me iba a encarar por eso, pero no tengo de otra.

— Lo siento.

— Vale, me gusta que aceptes tus errores —comenta, burlón.

Me río ante su actitud. Definitivamente este chico nunca va a cambiar.

— Seguro te preguntas por qué te he contado todo esto...

— Descuida, creo saberlo —me dice, un poco más serio—. Porque te confundo. Porque te gusto un poco y lo de ayer te dejó algo descolocada y ahora, aunque sabes perfectamente lo que sientes, no sabes cómo actuar respecto a mí. ¿Me equivoco?

La ha clavado. Lo miro a los ojos y niego con la cabeza.

— ¿Ya ves que nunca me equivoco? —me provoca.

— Preferiría que me dijeras algo respecto a lo importante —le respondo, intentando ponerme seria.

— Uf, no sé qué decirte. Deja que ponga mis ideas en orden.

Entonces se toma la cabeza como si estuviera resolviendo un ejercicio de matemática de alta complejidad, mientras que yo aprovecho para reparar en lo que sigue ocurriendo alrededor de mí.

La señora que antes cantaba Contigo aprendí ahora canta La flor de la canela. Muevo los labios acorde a la letra de la canción hasta que Roi levanta la cabeza y me mira.

— No puedo negar que me gustaste desde que te vi. Por eso te hablé el primer día, por eso me puse a tocar afuera de tu universidad, por eso quise salir contigo. Porque me pareces guapa y ya —se aclara la voz y continúa—. Verás, en mi país he tenido muy pocas novias y muchas aventuras. Soy más de ser libre que de comprometerme. No sé si sea una etapa de inmadurez o es que está en mis genes ser así. Si te contara las historias de mi padre y de mi abuelo...

Me río con nerviosismo ante el último comentario. No entiendo a dónde quiere llegar Roi con todo esto.

— En resumen, puedo decir que soy un alma libre. Que hoy me gustas tú y mañana me puede gustar otra tía —continúa—. Sin embargo, eso no me hace mala persona. Jamás lastimaría a alguien intencionadamente. No me van esas tonterías. Por eso te digo que, aunque te besaría si pudiera, no tengo derecho alguno de interferir en lo que sea que quieras tener con el chico del que me has hablado. No podría dormir por las noches si sé que por mi culpa no viviste la historia de amor por la que esperaste tanto tiempo.

Entonces me toma el mentón y, mirándome directamente a los ojos, remata:

— Eres una tía increíble. Ese tal Fabián es muy afortunado y espero que sepa valorar su oportunidad. Ve y sé feliz. No te conozco tanto, pero apostaría lo que sea a que te lo mereces.

Sus palabras retumban en mis oídos durante los segundos siguientes. Lo miro con cariño, con un cariño impropio de alguien que apenas conoce a la otra persona, pero cariño al fin y al cabo. Sonrío y lo que viene después es un sincero abrazo.

— Ya si él no te valora, entro yo en la ecuación —me comenta al oído, a lo que yo río y le doy un ligero golpe en la espalda.

Nos separamos, nos miramos y le extiendo la mano.

— ¿Amigos? —me pregunta.

— Amigos.

— Perfecto, amiga —dice, recalcando la segunda palabra—, tengo que trabajar. Espero que al menos te quedes a escuchar un par de temas.

— Así será.

— Me alegro.

Y sin decir más, se levanta de la banca, toma su ukelele, camina hasta su posición de siempre y empieza a tocar y cantar.

La canción es Let her go.

Lo miro mientras la interpreta, pero la tarea se imposibilita cuando algunas personas empiezan a rodear el lugar para observar al apuesto joven que, aunque desafina, parece tener un carisma abrumador.

Para algunos puede ser un buen cantante. Para otros, uno malo.

Para mí siempre va a ser simplemente el chico del ukelele azul.

El chico del ukelele azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora