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Perdonarse a sí mismo (no significa olvidar)

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6:09. Gran Comedor.

Un chico moreno y de ojos verdes intenta mentenerse erguido sobre el viejo banco de madera de la mesa de Gryffindor. Sostiene entre las dos manos una taza humeante y bien cargada de café, a pesar de que nunca antes lo  había probado, y se ayuda de ambos codos para no desparramarse sobre el sandwich de pollo.

Sus iris esmeralda van desapareciendo lentamente tras sus párpados cansados, y bajo estos se descubren dos manchas oscuras, cicatrices del insomnio. Parpadea un par de veces intentando reconectar su cerebro para que comience a funcionar como cada mañana, pero le resulta imposible. No se puede encender algo que antes no ha estado inactivo, y su cerebro no ha descansado en toda la noche.

El resto de las mesas están prácticamente vacías, a excepción de un par de Ravenclaws que han madrugado para aprovechar mejor el tiempo. ¿Quién sino se levantaría a estas horas en un día en el que no hay clases?

Pero pronto ellos tambien se marchan y Harry Potter vuelve a quedarse completamente solo.

Silencio.

Su mente cansada comienza entonces a delirar, y el fuego en las velas titila y juega con las luces y sombras del antiguo castillo. Las estrellas que comienzan a diluirse con el gris de las mañanas otoñales juegan con su cordura y muy pronto las nubes, las velas y los altos muros de roca sólida se desvanecen lentamente.

Hogwarts se esfuma con la velocidad de un amanecer y Harry ya no está entre las seguras paredes del castillo al que aprendió a llamar hogar, sino en un sitio muy, muy lejos de allí. Más lejos que ningún otro sitio en la Tierra.

Una niebla blanca y brillante lo envuelve todo, como cuando llueve de madrugada y el día amanece húmedo y triste, y ya no siente ni la taza ni el banco. No se ve nada, pero sabe que detrás de esa bruma sobrenatural se pueden adivinar las formas de la estructura colosal y los raíles y los muros de piedra.

No.

Está en la estación de King Cross, pero el andén nueve y tres cuartos está totalmente desierto.

Otra vez no...

Harry escucha una especie de llanto agudo y agónico, como el chillido de una mandrágora madura recién arrancada, que proviene de detrás suyo.

No, no puede ser.

Cuando se gira, no hay nada más que un pequeño banco de piedra. Uno que recuerda demasiado bien.

Imposible.

Se agacha, esperando encontrar una repelente y arrugada criatura berreante, pero allí abajo no hay nadie.

No está.

El chillido continúa, pero se da cuenta de que no son lloros, sino el chirriar del tren contra las vías de metal, que se acerca a una velocidad vertiginosa, imparable.

La Magia de tu Sonrisa (o cómo descubrir a tu admirador secreto)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora