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Las garras de la Muerte (son las mías propias)

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—Hacia mí mismo.

— ¿Disculpe?

Harry Potter había entrado de improviso, sin cita previa, hace unos minutos. Ante la asombrada mirada del doctor Matthews, se había sentado en el diván de terciopelo rojo, había apoyado sus codos sobre las rodillas, había unido sus manos y se las había llevado a la barbilla, sujetándola con las palmas y tapando su boca con los dedos entrelazados.

Se había quedado así, como ausente, mirando a algún punto del suelo sin estar realmente mirando nada, y se había instaurado un silencio casi religioso que el hombre no había querido romper.

Pero ahora parpadea y se incorpora, cruza los brazos sobre su pecho y clava sus iris esmeralda en los ojos del hombre mayor, como si más que confesar sus temores quisiese entrar en su mente y descubrir los suyos. Algo en la mirada determinada del joven hace al psicomago estremecerse de pavor. Es algo que le hace pensar que no existe nadie ni nada sobre la faz de la Tierra capaz de detener a ese muchacho, que si no hubiese escogido el camino del altruismo, la humildad y la luz, el mundo tendría los días contados.

Algo en él que le dice que se encuentra ante el mago más poderoso de todos lo que han habido y de los que nunca habrá.

Luego el ojiverde escupe esa frase como quien lanza una puñalada y el doctor Matthews ya no sabe de lo que están hablando.

—El otro día me preguntó a quién dirigía mi furia. —Todo cobró sentido en la mente del anciano. —Pues bien, siento furia hacia mí mismo. Me odio. No puedo entender cómo es que nadie me odia cuando por mi culpa murieron cincuenta y tres personas valientes y fuertes y fantásticas. — El anciano ya no puede soportar la intensidad de sus ojos cansados y rodeados de ojeras.—  Y no logro entender cómo es posible que Andrómeda diga que puedo visitar a Teddy cuando quiera sabiendo que yo maté a sus padres. ¡Yo maté a su hija, por el amor de Merlín!

El muchacho vuelve a apoyar los codos en sus rodillas, pero esta vez se tapa la cara con ambas manos.

—Tú no mataste a nadie, Harry. Nos salvaste a todos.

Sus hombros se agitaron y se escuchó un sollozo contenido.

—Pero murieron por mi culpa, doctor. Todos murieron luchando por mi causa. ¡Incluso Fred Weasley! Yo realmente estaba convencido de que los gemelos eran inmortales...

—Pero en realidad eso no es lo que te enfada, ¿no es cierto? — El moreno levanta la cabeza y mira con sus ojos llorosos a su interlocutor, pero cuando ve en su mirada anciana ese brillo que aparece cuando descubres algo y de pronto todo comienza a tener sentido, no puede evitar apartar la mirada con culpabilidad. — Lo que provoca esa furia hacia ti mismo es, precisamente, la furia en sí, ¿verdad?

El muchacho se incorpora de nuevo y vuelve a adoptar la postura de brazos cruzados de antes. Sus hombros ya no se sacuden, y la última lágrima ya resbala por su barbilla. Ya no parece el mismo de antes, sino que sus hombros caen con derrota y es incapaz de fijar la vista en él como antes.

La Magia de tu Sonrisa (o cómo descubrir a tu admirador secreto)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora