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Eran las cinco de la mañana de un miércoles. A esta hora todos en el castillo debían estar durmiendo, acurrucados entre sus mantas del color de cada casa, protegidos por el velo que separaba cada cama del resto y teniendo dulces sueños o, en la mayoría de los casos, horribles pesadillas.

Ronald Weasley rememoraba una y otra vez la imagen de su novia y su mejor amigo besándose y burlándose de él, mientras que miles de arañas recorrían su piel con sus asquerosas patas peludas y tejían una traicionera telaraña de la que no podía escapar, hasta quedar ahogado entre pegajosos hilos blancos.

En la cabeza de Luna Lovegood solo había oscuridad y humedad, y el sonido de una respiración pesada y agonizante, propia de alguien que se estuviese muriendo. Antes de dormir había dejado una velita encendida para alejar los malos sueños y guiarla en la oscuridad del inconsciente, pero su terror era demasiado grande.

Harry Potter tenía unas pesadillas tan vívidas y cambiantes que ni siquiera sabía lo que estaba soñando. Todos sus miedos parecían querer atrapar su garganta y asfixiarle de pánico.

Una versión más joven de Blaise Zabini miraba a través de una cerradura como un monstruo con formas de una hermosa mujer devoraba el interior de su pareja, que se retorcía y chillaba y pataleaba pero no podía escapar. Y, cuando dejaba de moverse, el monstruo miraba en su dirección y le sonreía con sus colmillos ensangrentados. Y sabía que él era el siguiente.

Ojalá Draco Black pudiera dormir también, aunque fuese una presa fácil para las pesadillas. Prefería mil veces ver caer a Albus Dumbledore torre abajo y saber que era su culpa, o recibir el abrazo muerto y peligroso de Voldemort, o revivir el padecimiento del grabado de la Marca Tenebrosa, o cualquiera de las otras pesadillas que siempre le acechaban siempre a esta hora.

Porque la madrugada es esa arma mortal que emplea el mundo para romper a aquellos que se arrepienten, esa hora en el que el fantasma del arrepentimiento visita a sus víctimas para remover recuerdos que deberían quedarse encerrados, ese lugar en el que se quedan atrapados todos los que no pueden cerrar los ojos hasta que el sol los libera de sus cadenas.

Los peores terrores nocturnos son los que se sufren cuando la oscuridad inunda el cielo y el insomnio el corazón.

Seguro que a ti te ha pasado alguna vez, que no puedes dormir en la noche y tu mente empieza a viajar a lugares a los que no quieres volver, que se te aparecen los fantasmas que no puedes dejar ir y todos los momentos en los que hiciste algo de lo que te arrepientes pasan frente a tus ojos. Y tú quieres que paren, no quieres sentirte tan horrible, pero tu cerebro te traiciona y no quiere detenerse. Tú mismo te traicionas porque, cuando comienzas a darte cuenta de lo poco que vales, solo continúas pensando en tus fracasos para sentirte peor.

Y aquella noche, la razón de cierto rubio de ojos mercurio se diluía con las sombras del crepúsculo.

Se sentía como la mierda.

Quieto, debajo de las sábanas, mirando al techo. Intentaba encontrar respuestas en un pasado emborronado por la unilateralidad, porque debéis saber que las cosas nunca se recuerdan como fueron, sino como nosotros creemos que fueron.

¿Cuando empezó a hundirse su vida? ¿Qué es lo que hizo mal? ¿Es todo este dolor su culpa?

Tal vez, lo que estaba mal era él. Tal vez estaba roto y por eso destrozaba todo lo que tocaba. O tal vez era la tinta de su brazo la que llegaba hasta sus venas y lo enfermaba de maldad. O tal vez, simplemente, había tenido mala suerte.

Sí, estaba cambiando. Y sí, se sentía mucho mejor desde que había decidido conventirse en la persona que quería ser.

Pero, muy dentro de él, estaba cagado de miedo. ¿Y si lo jodía todo otra vez? ¿Y si, como siempre había hecho, tomaba la mala decisión?¿Y si tenía que volver a empezar de cero?

La Magia de tu Sonrisa (o cómo descubrir a tu admirador secreto)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora