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Como el aliento condensado en las mañanas de invierno, el humo blanquecino abandonaba sinuoso el incienciario de la catedral, elevándose hacia la bóveda y extendiéndose por las naves del templo hasta cubrir cada rincón con su esencia.

Agoney inspiró profundamente dejando que el aire llenara sus pulmones, impregnándose de aquel aroma que tantos recuerdos encerraba. Aquel perfume intenso, dulce y terroso a partes iguales de la resina le transportaba a mil sitios distintos, y a la vez, siempre al mismo. Casa. No importaba si la imagen que evocaba era la de su abuela llevándole a misa un domingo cualquiera o su hermana practicando yoga en su habitación; sus primeros años en el seminario o el día que fue ordenado diácono en aquella misma catedral que ahora volvía a recibirlo con los brazos abiertos. Todos aquellos momentos, todos aquellos lugares, todas las personas que lo acompañaron en aquellas ocasiones significaban casa. Y en el instante en el que exhaló haciéndose consciente del aire saliendo por sus fosas nasales, supo que volvía a estarlo.

Estaba nervioso, intentó espantar la sensación reajustándose en el banco sin llamar demasiado la atención. Sabía que era normal, ya lo había comentado el obispo al principio de la ceremonia, comparándolo a los nervios de un novio a punto de contraer matrimonio con su futura esposa. Y sabía que eso era precisamente lo que estaba a punto de suceder. Después de toda la preparación y entrega, había llegado el momento.

Siempre supo que ese era su camino, pero jamás imaginó hacerlo tan pronto. Con sus veintitrés años, era el más joven de los ordenados, aunque pensándolo bien, no le sorprendía en absoluto. Aún recordaba las conversaciones con el padre Jonay en su Tenerife natal cuando tenía apenas diez años, y cómo charlaban y debatían sobre los misterios de la vida y de la muerte. Fue gracias a su ejemplo que empezó a colaborar con su iglesia y varias ONGs locales, ayudando y sirviendo a aquellos que lo necesitaban. Poco a poco comprendió que, cuando pensaba en su futuro, lo que más feliz le hacía era imaginarse su vida como la del padre Jonay; repartiendo amor, transmitiendo y enseñando la palabra de Dios.

Miró a su alrededor sobrecogido. El coro les acompañaba con sus cánticos constantes; las flores explotaban llenas de vida a los lados del altar; decenas de sacerdotes se habían reunido para darles la bienvenida, llenándolo todo de blanco y verde contrastando con el mármol y el dorado de las paredes y los arcos. Se sentía arropado por los familiares y amigos que habían venido a acompañarlos y ser testigos del momento en el que se ordenasen presbíteros, casándose con Dios, aceptando el don que Él les había otorgado y dando su vida por y para la iglesia a partir de aquel momento. Agoney tenía mil proyectos e ideas en mente para cuando fuese destinado a su nuevo hogar, y no podía esperar a conocer a la que sería su nueva familia.

Escuchaba con atención al obispo, agradeciéndole su cercanía. Y antes de que se diera cuenta, llegó el momento del interrogatorio, donde confesó estar dispuesto a llevar a cabo cada una de las disposiciones sobre el ministerio en el que iba a ser ordenado.

- ¿Prometes respetarme y obedecerme? -le preguntó el obispo con sus manos entre las suyas.

- Sí, prometo.

- Dios, que comenzó en ti la obra buena, él mismo la lleve a término.

El coro comenzó a entonar entonces el canto de la letanía de los santos y los cuatro ordenados se postraron frente al altar, sobre el tapete preparado para la ocasión. Agoney se permitió perderse en las voces angelicales que llenaban el templo con sus voces, haciéndole sonreír y emocionarse, sintiéndose afortunado de estar viviendo aquello. Una vez terminado el canto, se levantaron de la tierra para volverse a dirigir hacia el obispo, preparado para imponerle las manos.

PrayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora