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Raoul cerró la puerta con fuerza; en aquel instante no le importaban sus hermanos en los dormitorios cercanos. De hecho, tan solo quería desaparecer. Quería reírse y llorar a la vez. La frustración y la rabia por la situación que estaba viviendo le agotaba emocionalmente.

Era injusto. Se lo repetía una y otra vez. Ahora que, poco a poco, estaba aprendiendo a aceptarse; ahora que, poco a poco, estaba encontrando su centro; ahora que había descubierto que lo que sentía por Agoney era recíproco, se acababa de hacer consciente de lo difícil de la situación en la que ambos jóvenes se encontraban. Todo el peso de aquel hallazgo había caído sobre sus hombros. Quería huir de allí, pero al mismo tiempo, quería volver al aula, agarrar a Agoney de la mano y salir corriendo juntos. Pero, para eso, Agoney tenía que querer hacerlo, y dudaba que el sacerdote quisiera, o debiera, dejar su vida actual por él.

Secándose las lágrimas que no recordaba haber derramado con el dorso de su mano, se colocó sus auriculares y subió el volumen al máximo. Como siempre que no quería pensar, buscaba la música para evadirse; bailaba para cansar su cuerpo y acallar su mente.


Agoney abrió la tapa del piano de golpe. Llevaba un rato dando vueltas por la sala, atusándose el pelo y frotándose la cara. Estaba más perdido que nunca. Por una parte, quería hablar con el padre Alonso y pedir consejo -aunque se muriese de vergüenza-, esperando que le ayudase a librarse de la angustia que sentía en su pecho; pero por otro lado, solo quería ir en busca de Raoul.

Presionó las teclas con fuerza, vertiendo su frustración en ellas, dejando que la disonancia gritase por él. Acto seguido, comenzó a mover sus dedos con agilidad y rapidez. Dejó que la memoria muscular llevase las riendas; centrándose en la música, su mente podía descansar. El tercer movimiento de la Sonata Claro de Luna de Beethoven sonaba mucho más agresivo que el original, pero Agoney se desnudaba tocando, y no era más que un reflejo de su alma en aquel instante.

No cesó de tocar hasta que le dolieron todos los músculos de sus brazos y se le tensaron los hombros. Se dejó caer al suelo, cerrando los ojos; suspiró con fuerza, vaciando sus pulmones. No podía seguir así. Estaba perdiendo de vista la voluntad de Dios. Debía aprender a contenerse, aprender a deshacerse de aquellos pensamientos, de todo lo que sentía por Raoul.

Raoul. El joven seminarista se había marchado sin rechistar cuando había percibido que necesitaba espacio sin pararse a pensar en lo que necesitaba él mismo. Agoney se sintió tremendamente culpable; debía hablar con él y pedirle perdón. Tenían que aclararlo todo, llegar juntos a un acuerdo y parar lo que fuera que estuviese pasando entre ellos antes de que fuese demasiado tarde.

Se levantó con decisión y se dirigió hacia los dormitorios con paso firme, aunque por dentro se estuviera muriendo de miedo.

Llamó suavemente a la puerta. Esperó unos minutos antes de volver a hacerlo; al no obtener respuesta, decidió entrar con cuidado.

- ¿Raoul? -asomó la cabeza, y al ser incapaz de ver nada, abrió la puerta por completo, adentrándose en la habitación.

Raoul estaba de espaldas al lado de su cama, tenia sus auriculares inalámbricos puestos, lo que explicaba su silencio. Estaba desnudo de cintura para arriba, y en aquel preciso momento, se estaba quitando el pantalón de vestir, mientras contoneaba sus caderas al ritmo de la música que solo él podía escuchar. Agoney sintió que le fallaban las piernas.

Aún con el pantalón en la mano, y únicamente cubierto por unos calzoncillos negros y unos calcetines blancos, Raoul dio un giro dramático, abriendo los brazos y patinando ligeramente hacia un lado. Se quedó congelado en aquella postura al encontrarse con los ojos de Agoney; aun en la distancia, el sacerdote podía ver el rastro de las lágrimas en sus ojos sorprendidos.

PrayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora