∞ (Epílogo)

2.3K 231 236
                                    

Después del número mágico, viene el infinito.


*


Un interminable mar negro se abría ante él. Conocía las dimensiones del lugar, sabía que el público llenaba la sala, pero no era capaz de verlo, la oscuridad lo había engullido todo. El foco le cegaba, haciendo aparecer motas de polvo a su alrededor. La luz amarillenta le calentaba la piel; lo agradecía, pues se sentía desnudo. Vestía pajarita, camisa y chaleco blancos, levita y pantalón negros y los nervios a flor de piel. El silencio era puro, limpio; apenas interrumpido por un par de toses a destiempo y su respiración entrecortada; algún roce de tela o el choque de algún instrumento contra el cuerpo de su dueño. Estaba rodeado por una orquesta romántica al completo, sin embargo, se sentía aislado. Sabía que estaba arropado por el resto de músicos, pero al mismo tiempo, tenía la sensación de estar solo ante el peligro. Su asiento estaba ligeramente adelantado al resto, un poco más elevado, orientado completamente hacia el público y al lado del atril del director.

A sus treinta años, Raoul iba a debutar como violonchelista solista con la Orquesta Sinfónica de Chicago.

El director levantó ambas manos en silencio, llamando la atención de las ocho filas de músicos. Conectó la mirada con cada uno de los integrantes de la orquesta, dejando a Raoul para el último. Con los ojos fijos en él, el violonchelista asintió levemente, haciéndole saber que estaba preparado. Con un giro lento de muñecas, dio comienzo al Concierto de Chelo en Si menor de Antonín Dvořák.

La dulzura de los oboes, clarinetes y fagots llenó todo el auditorio, rompiendo –por fin– el silencio. Las cuerdas los acompañaban, añadiendo dramatismo a la pieza. La sección de viento metal no tardó en unirse, mientras que los timbales irrumpieron con fuerza poco después.

Esperando su entrada, Raoul cerró los ojos, dejándose mecer por la música; se permitió perderse en la historia que le contaba aquella pieza que tantas veces había escuchado y que tantas emociones le evocaba. El canto melodioso de la trompa le puso los vellos de punta, mientras que la delicada respuesta del clarinete consiguió que le cosquilleara todo el cuerpo. La melodía lo acariciaba sin descanso; sentía cada corchea sobre su piel, mimándola, erizándola, recorriendo los mismos caminos que los dedos de Agoney habían surcado la noche anterior.

Seguía escuchando la música, sintiendo las notas bailar a su alrededor, pero ya no estaba en el Orchestra Hall, sino entre las sábanas verde botella de su hotel, enredado en las piernas de Agoney. Cada compás era un beso de su novio sobre su cuerpo; cada silencio, un suspiro. Y es que cada canción, cada pieza, cada concierto, lo llevaría hasta él, pues juntos creaban su música preferida.

Volvió a abrir los ojos para poder mirar a sus compañeros, empapándose de su pasión. Acarició el mástil de su chelo con cariño y respiró con fuerza. La orquesta al completo explotaba a su alrededor, el ritmo era frenético, un torbellino de melodías y armonías. Y Raoul estaba en el centro, en el ojo del huracán, protegido por su silencio. Sonrió nervioso, aunque preparado. Recolocó el violonchelo contra su cuerpo y alzó el arco con suavidad. Respiró profundamente y cerró los ojos a la par que comenzaba a acariciar las cuerdas; no necesitaba partitura, llevaba las notas grabadas en los huesos.

El sudor resbalaban por sus sienes a causa del calor y del esfuerzo. Y entre el publico, lágrimas de orgullo surcaban el rostro de Agoney, feliz de ver a su novio brillar. Y aunque no era la primera vez que presenciaba al Raoul músico en todo su esplendor, le emocionaba de la misma manera; y sospechaba que siempre lo haría.

Llevaba en el país poco más de veinticuatro horas. Gracias a que el concierto coincidía con el inicio de las vacaciones de Semana Santa, había podido viajar directo de la universidad al aeropuerto y del aeropuerto al hotel, donde la sonrisa radiante, aunque agotada, de Raoul se había encontrado con la suya. Habían hablado poco, y descansado aún menos, pero no les importaba. Después de un baño reparador, se habían hecho el amor durante toda la noche, mimándose y adorándose en cuerpo y alma. Raoul demostrándole lo mucho que agradecía que estuviera allí por él, Agoney asegurándose de que se sentía apoyado y amado en aquel momento tan relevante de su vida y su carrera.

PrayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora