1:7

2K 216 156
                                    



Diciembre llegó sin pedir permiso, con sus vientos fríos, sus lluvias constantes y sus cielos grises, dotando a la ciudad de un aire taciturno. Mirando por la ventana durante una clase de liturgia, Raoul no pudo evitar imaginarse a Dios como un poeta jugando a crear metáforas con el clima para describir lo que el seminarista sentía en su interior.

Se sentía aislado, pasando por los días de puntillas, estudiando a todas horas para no permitirse suspender. No quería preocupar a nadie, así que por las mañanas se vestía con su mejor sonrisa y convencía a todos y cada uno de los habitantes de aquel seminario de que estaba feliz, disfrutando de su estancia y su experiencia allí. Convencía a todos, menos a uno.

Agoney era un testigo silencioso del cambio en el seminarista. Le observaba continuar con su rutina, socializar con sus hermanos y formadores, practicar con el chelo e incluso ensayar con el resto del coro. Todo como siempre, pero completamente diferente. Raoul había perdido el brillo en su mirada. Y ahora, las veces que se cruzaba con la suya, Raoul la apartaba a toda prisa casi pidiendo perdón, con una mezcla de vergüenza y tristeza. Agoney no podía evitar sentirse culpable, pero esperaba que fuese algo momentáneo; no quería creer que una simple discusión entre ellos podía haberle afectado tanto. Congeniaban, pero tampoco se consideraba alguien tan importante en la vida del seminarista.

Sin embargo, debía serlo, pues Raoul no podía dejar de pensar en él; en sus palabras, en su ausencia, en lo mucho que echaba en falta sus conversaciones a solas, o la oportunidad de poder volver a interpretar a Bach juntos con esa conexión que había sentido con pocos, por no decir con nadie antes. La idea de estar tan cerca y a la vez tan lejos, le estaba consumiendo por dentro. Sabía que Agoney tenía razón, aunque odiaba que la tuviera con respecto a aquello. Pues aunque ya no podía ignorar que el sacerdote le atraía y que sus sentimientos hacia él cada vez eran más fuertes, no creía que pudieran llegar a cegarle de aquella forma. Se sentía débil, y básico; porque su enfado, con Dani primero y con Agoney después, no era más que la frustración por no poder comportarse como deseaba con quien quería hacerlo. Admitir aquello, era admitir lo que sentía por el sacerdote con todas sus consecuencias. Era admitir que envidiaba a Dani por besar a aquella chica sin remordimiento ni consecuencias, solo porque él no era capaz. Pero, que no fuera capaz, no quería decir que no se muriera por hacerlo.

Cerró el libro con un golpe seco y un pequeño suspiro cuando el profesor les informó de que la clase había llegado a su fin. Tenía que centrarse en los estudios si quería aprobar todos los exámenes que se avecinaban y entregar todos los trabajos antes de las vacaciones de navidad. Salió del aula con la determinación de no volver a pensar en Agoney en lo que quedaba de día. Si podía conseguir aquello, podía llegar a verle como a un sacerdote más.

Le bastó poner un pie en el comedor para que su plan maestro se derrumbase ante sus ojos. Agoney reía con lágrimas en los ojos a causa de lo que fuese que le había contado el padre Oriol. Raoul no había deseado con tanta intensidad ocupar el lugar de otra persona como hasta ese momento; no podía imaginar lo que se debía sentir cuando Agoney te dedicaba una risa tan honesta. Definitivamente, estaba perdido y no tenía ni la más remota idea de lo que debía hacer.

Intentando ignorar la escena y acallar sus pensamientos, se dirigió a la barra donde dos de sus hermanos estaban sirviendo la comida.

- Estoy nervioso, ¿te puedes creer?

La voz de Lorenzo a sus espaldas le sobresaltó, haciendo que diera un respingo y se girara a enfrentarlo.

- Qué susto, Lorenzo.

- Qué susceptible -rió. Raoul bufó antes de contestarle.

- ¿Por qué estás nervioso? No empiezas los exámenes todavía ni nada, ¿no?

PrayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora