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- Ave María purísima.

- Sin pecado concebida.

Podía oír la lluvia repicando contra las vidrieras de la capilla intentando ahogar sus recuerdos, pero reviviéndolos sin remedio. El agua contra el cristal sonaba similar a aquel día en la ducha. Intentaba encontrar las palabras adecuadas para confesar lo ocurrido, pero, ¿qué sentido tenía confesarse si no se arrepentía del pecado?

Era más que consciente de que, según lo aprendido, había ofendido a Dios con sus actos y sus pensamientos. Pero, al mismo tiempo, gracias a ese mismo acto, se había reconciliado con una parte de sí mismo con la que creía que jamás podría hacer las paces; entonces, ¿tenía sentido estar sentado al lado de su confesor, solamente separado por una lámina de madera, para contarle que se había masturbado, sí, pero que aquello lo había liberado?

El problema, y parte de su remordimiento, venía cuando pensaba en quién le había excitado hasta llevarlo a aquel extremo. El padre Agoney era eso, padre, un sacerdote ordenado que había jurado castidad. Agoney era de Dios y lo último que Raoul quería era entorpecer su camino.

Inspiró con fuerza e hizo la señal de la cruz antes de volver a hablar.

- Bendíceme padre, porque he pecado. Mi última confesión fue hace una semana -respiró profundamente, dándose fuerzas para continuar-. He... he tenido pensamientos impuros durante los últimos días.

Guardó silencio, esperando a que el padre Pedro, uno de los dos confesores del seminario, dijese algo. Se llevó un dedo a la boca, mordisqueando la uña y la piel de alrededor con nerviosismo. Ante el silencio del cura, Raoul decidió darle un poco más de información.

- Y esos pensamientos impuros, pues... -carraspeó mientras buscaba la manera de explicarlo- me llevaron a cometer actos impuros.

- Y esos actos impuros, ¿los llevaste a cabo en solitario o acompañado? -preguntó el padre Pedro rompiendo su silencio.

Raoul se sobresaltó al oír la voz profunda del sacerdote. Notaba el corazón en la garganta y la boca seca; atrapó sus manos entre sus piernas intentando apaciguar sus nervios; cerró los ojos y respiró profundamente ignorando el calor en sus mejillas. Se moría de vergüenza.

- En solitario -musitó.

- Hmm... ¿Y qué opinas al respecto?

El seminarista se removió incómodo en su asiento, miró al sacerdote a través de los pequeños agujeros del panel que los separaba, aunque sabía que no podría verlo con claridad. Con un suspiro, volvió a mirar al frente antes de contestar.

- Sé que ha sido fruto de la lujuria, y que es un pecado; sé que he elegido un camino en el que juraré castidad y seré célibe hasta el fin de mis días...

- Pero...

Raoul volvió a suspirar con fuerza, no se hacía tan transparente.

- Pero estoy empezando a sentir algo más que amistad hacia una persona -contestó de carrerilla apretando los ojos con fuerza, como si aquello lo fuese a hacer más fácil de decir.

- Hijo -le llamó el padre Pedro con cariño-, el sacerdocio requiere conocimiento y control propio. Cristo te pondrá a prueba a lo largo de los años para ayudarte a discernir si estás en el camino correcto y solo tú, con su ayuda, serás capaz de hallar la respuesta.

» Como sabes -continuó tras darle unos segundos de margen para que pudiera responder si quisiese-, la castidad es una virtud moral, al igual que un don de Dios, una gracia, un fruto del trabajo espiritual. Implica un aprendizaje del dominio de sí. El hombre puede o controlar sus pasiones, y así obtener la paz, o dejarse dominar por ellas y hacerse desgraciado. El goce sexual al margen de una relación que realiza el sentido íntegro de la mutua entrega y de la procreación humana en el contexto de un amor verdadero, es una ofensa a la castidad.

PrayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora