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El roce del cuello de la camisa le incomodaba, intentaba apartársela tirando con los dedos cada vez que su madre no miraba, pues sabía más que de sobra cómo se pondría si se estropeaba la ropa de alguna manera. Las suelas de los zapatos resonaban sobre el suelo de mármol; Raoul podía sentir el principio de una rozadura en su talón izquierdo, pero no pensaba quejarse. Llegaban tarde y no había nada que su madre odiase más que darle una excusa a su familia o a sus amigos para poder criticarla. Agarraba el brazo del niño con fuerza, obligándole a acelerar el paso, a subir las escaleras más deprisa. Al entrar en la iglesia, Raoul se deshizo del agarre materno para correr hasta donde se encontraba Álvaro, que lo esperaba con una sonrisa. Su padre le saludó revolviéndole el pelo antes de girarse hacia su esposa, que en ese momento llegaba junto a ellos.

– Tu hijo, que no quería ponerse la camisa –explicó ante la mirada inquisitiva de su marido. Éste se limitó a suspirar y a negar con la cabeza.

Raoul recordaba el primer día que fue a misa con total nitidez debido a la solemnidad del hecho, aunque no llegase a los cinco años. Recordaba aburrirse con la voz monótona del sacerdote y despertar con un sobresalto cuando su madre le pellizcó en el muslo, retorciendo la piel a través de la gruesa tela negra del pantalón, fuera del alcance de las miradas de sus vecinos de banco. Recordaba que la primera vez que prestó atención fue cuando el órgano comenzó a sonar, sabiendo instantáneamente y con una seguridad apabullante, que quería aprender a tocarlo, quería ser capaz de hacer que algo sonase tan hermoso; no fue hasta más adelante que se enamoró del violonchelo y ya no hubo vuelta atrás. Recordaba también las voces entremezclándose, cantando en aquel idioma que no entendía, pero que le hacía querer llorar.

A esos recuerdos le seguían las oraciones antes de dormir, como un mantra sin el cual no podía conciliar el sueño. No entendía el motivo, pero sabía que si no lo hacía, su madre se enfadaría y algo malo ocurriría. Poco a poco se fue creando una rutina sin la que no sabría vivir y que le acompañaría durante gran parte de su vida.

Sabía que había más detalles que había olvidado, pero que tan solo tendría que excavar un poco en la superficie para llegar a ellos, pues era consciente de que muchos de aquellos recuerdos eran los responsables de que fuese quien era y de que estuviera donde estaba.

Una tarde de primavera, una conversación ajena en el metro le dio la razón. Dos amigas charlaban tranquilas, y sin saberlo, lo trasladaron a otro momento en el que había escuchado a escondidas. Solo entonces comprendió cómo unas palabras habían condicionado su futuro sin ser consciente de ello.

Recordaba los camiones de plástico rodando por la alfombra de su dormitorio, el cuaderno y el libro de mates olvidados en una esquina con la tarea a medio hacer. Su madre tomaba café con una amiga en el salón; y fue su voz escandalizada la que le hizo levantarse y acercarse a la puerta sin llegar a salir de su habitación.

– ¿El hijo de María? ¿El mayor?

– El mismo –confirmaba su amiga.

– Madre mía, con lo normal que parecía.

– Para que veas. Ya no sabes por dónde te van a salir.

– Y tú, ¿cómo te has enterado?

– Me lo ha comentado Manuela en la panadería. Que se ha mudado a la capital con el novio, ¡tú imaginate!

– ¡Ay que dolor más grande!

– Yo no sé qué haría si mi Pedro me suelta un día que es un invertido.

– Yo prefiero no saberlo, Puri –contestó con rapidez en un susurro horrorizado, pero lo suficientemente alto como para atravesar el pasillo sin perder nitidez–. Que me ahorren la pena y la vergüenza. Si realmente quieren a su familia y tienen un poco de decoro, que se casen con la iglesia. Que le pidan perdón a Dios, porque si yo llego a enterarme, no podré perdonarles.

PrayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora