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Aun con los ojos cerrados y recién despierto, Raoul sabía que aquella no era su habitación. Una tímida sonrisa se dibujó en su rostro al encontrarse envuelto en aquel olor. En su olor. Dulce, terroso, salado y cítrico. Olía a iglesia y a música y a mar y a vida. Inspiró profundamente, queriendo embriagarse de él; y al hacerlo, se hizo consciente del peso sobre su cintura, del tacto cálido sobre su piel. En algún momento de la noche, Agoney lo había abrazado por debajo de la camiseta, en busca de contacto. Negándose a abrir los ojos y acabar con aquel sueño, Raoul deslizó su cuerpo hacia atrás lentamente, hasta topar con el del sacerdote. Éste lo estrechó contra su pecho con un ronroneo ronco, mientras frotaba la nariz contra su cuello inconscientemente.

Raoul suspiró, y envuelto en su calor y en su aroma, se atrevió a abrir los ojos con lentitud; tardó unos segundos en acostumbrarse a la oscuridad reinante. Estaba a punto de amanecer, lo sabía por las sombras y formas que se adivinaban a través de la ventada, así como por los cantos de los pájaros que empezaban a despertar. Sabía que la alarma sonaría en cualquier momento.

Un suave beso en la base del cuello lo sacó de sus pensamientos, haciendo que se tensara momentáneamente.

- Raoul.

Qué bien sonaba su nombre en su voz de recién levantado.

- Buenos días, Agoney.

El aludido lo estrechó aún más, pegándose por completo, y Raoul supo que su voz había tenido el mismo efecto.

- No te fuiste.

- No me fui -contestó-. No podía. Ni siquiera recuerdo haberme quedado dormido.

De hecho, hacía tiempo que no conseguía dormir con tanta facilidad; pero en sus brazos, todo parecía fácil.

Raoul giró sobre sí mismo, buscando ver la cara adormilada de Agoney, aún sabiendo que la suya, probablemente, sería un poema tras la llorera de la noche anterior. Agoney aflojó el agarre, dejándole maniobrar con más facilidad.

- Hola -le recibió el sacerdote con una sonrisa y una caricia en su espalda.

Raoul llevó su mano hasta su rostro, delineando sus rasgos con la punta de sus dedos; dibujando con las yemas, recorriendo cada centímetro de su piel.

- Ago...

- ¿Hmmm? -preguntó con los ojos cerrados, completamente relajado bajo sus caricias.

- ¿Qué está pasando?

Agoney abrió los ojos para poder conectar su mirada con la de Raoul. Llevó su propia mano hasta la mejilla del seminarista, acariciándola con el pulgar.

- No lo sé -respondió con honestidad. No sabía nada. Qué estaba bien o mal a ojos de Dios; si lo que estaba ocurriendo, si lo que estaba sintiendo por el chico con el que compartía su cama, era una prueba de fe o era su nueva realidad. Si estaba en su mano decidir su futuro o si tendría que esperar para averiguarlo.

- Ya.

Pero había algo de lo que Agoney estaba seguro; aun a riesgo de estar equivocado.

- Pero no quiero perderte. No quiero perdernos.

- Ni yo, Ago. Ni yo -respondió con los ojos brillantes y la voz emocionada. Se escondió en su pecho, temeroso de ser demasiado transparente. Rodeó su cintura con un suspiro; podría quedarse así una vida entera.

La alarma de las seis y media tenía otro plan.

Agoney gruñó contra su oído. No quería separarse. Deseaba, como nunca había deseado nada antes, pasar todo el día en la cama con él, aprendiendo más sobre el chico que lo tenía totalmente fascinado. Pero tenían obligaciones, y la vida y la rutina del seminario no iban a detenerse por ellos.

PrayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora