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A miles de kilómetros de distancia, alguien llamó a su puerta. Dos golpes delicados que querían hacer notar su presencia sin molestar demasiado. Y aun en la lejanía de su mente, perdido entre brumas y borrascas, supo al segundo quién estaba al otro lado. Nadie más lo llamaría con tanto amor y cuidado.

Se forzó a levantarse de la cama y se dirigió hacia la puerta. La sonrisa deslumbrante que Raoul le dedicó desde el pasillo le dio ganas de echarse a llorar.

- Hola -saludó risueño el seminarista.

- Hola -respondió Agoney, recostándose sobre el marco de la puerta.

Raoul se movió algo inquieto, pues no se sentía cómodo quedándose tanto rato frente a su puerta en medio del corredor, donde cualquiera podría verlos; pero Agoney no parecía tener intención de moverse.

- ¿Qué tal el coro? -quiso saber Raoul; quizás había ocurrido algo en la parroquia que pudiera explicar su extraño comportamiento.

- Fantástico -dijo, forzando una sonrisa.

- Ago... ¿Estás ocupado? -preguntó con cuidado.

- La verdad es que sí, Raoul. Me pillas en un mal momento -respondió de carrerilla, aferrándose a aquella excusa.

- Bueno... pues.... ¿hablamos mañana?

- Claro -le aseguró-. Descansa.

Y casi sin dejar que el seminarista se despidiera, cerró la puerta con rapidez, aguantándose las lágrimas al ver la sombra de la decepción adivinándose en los ojos de Raoul.

Pero no podía hablar con él, no cuando sentía que primero debía aclarar las cosas consigo mismo. Y no creía que hacer partícipe a Raoul de su proceso fuese justo para el seminarista.

Volviéndose a tumbar en la cama, solo era capaz de escuchar una y otra vez a los padres de los integrantes del coro repitiendo el gran ejemplo que era para sus hijos un sacerdote tan joven y tan entregado; y al párroco del pueblo, encantado con su colaboración, esperando con ansias lo próximo que fuese a preparar con los jóvenes. Agoney solo quería gritarles que todo era mentira.

En algún momento, en algún lugar, se había perdido. Aquel chico que ingresó en el seminario años atrás, aquel joven que abandonó su tierra, dejando allí a su familia y a sus amigos por su fe y su vocación, aquel niño que hablaba sobre Dios y la iglesia con el padre Jonay, todos ellos, habían desaparecido. Ahora era un nuevo Agoney, en parte manteniendo retazos de sus antiguos yos, en parte alguien completamente diferente. Ahora le tocaba averiguar si podía volver atrás, y decidir si querría hacerlo.

Raoul apenas pudo conciliar el sueño durante toda la noche. Repasó mentalmente todas las conversaciones que había compartido con el sacerdote, todos y cada uno de los momentos en los que habían estado juntos durante los últimos días, intentando identificar si la causa del estado de Agoney era algo que él había dicho o hecho. Porque pensar en la única otra opción le aterraba profundamente.

Tenía la esperanza de que Agoney hubiese vuelto a la normalidad para la hora del desayuno, pero le bastó una mirada del sacerdote para saber que quería que lo dejara solo.

El ensayo de la schola aquella tarde fue el peor que Raoul había experimentado desde su llegada al seminario. Agoney estaba frío, distante, desconcentrado. Sus hermanos compartían miradas extrañados cada vez que el sacerdote se trababa o aludía a su despiste.

- Disculpen, no sé dónde tengo la cabeza hoy -comentó una de las tantas veces que se equivocaba en los acordes.

Raoul recogió con una lentitud más que estudiada, observando al sacerdote de reojo, asegurándose de que no se marchaba antes que él.

PrayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora