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Era extraño. En el exterior, todo seguía exactamente igual. Apoyado en el lavabo, observaba su rostro en silencio, buscando alguna señal, por mínima que fuera, que reflejase el cambio mayúsculo que sentía en su interior. Pero por más que miraba, no conseguía encontrarlo: sus rizos oscuros caían sobre su frente de la misma forma que lo hacían cada mañana, sus cejas tupidas enmarcaban sus ojos profundos y sus larguísimas pestañas batían con la misma languidez; su lunar permanecía en el mismo sitio, justo entre la nariz y su ojo izquierdo; sus labios dibujaban una curva idéntica a la que recordaba; y su cuidada barba seguía estilizando la forma de su cara.

Sin embargo, Agoney sentía como si se hubiese desprendido de una capa de piel cual serpiente mudando las escamas que se le habían quedado pequeñas, impidiéndole crecer. Había descubierto una nueva parte de él, y estaba dispuesto a explorarla.

Recorriendo el camino hacia la capilla, Agoney era consciente de que su cuerpo mantenía las mismas dimensiones de siempre; pero al mismo tiempo, podía percibir su alma expandiéndose más allá de las barreras de la carne, extendiéndose tras los muros del seminario, vibrando con una nueva melodía que existía solo para él. Aunque estaba seguro de que pertenecía a una canción compartida.

En el seminario, la vida continuaba ajena a su revolución interior. Los seminaristas estaban en clase, algunos formadores se encargaban del papeleo, mientras otros ayudaban al padre Oriol en diferentes tareas por el edificio y la comunidad. Por los pasillos, reinaba el silencio.

Entró al templo inspirando con fuerza, embriagándose con el aroma del incienso y las velas mezclado con las flores frescas que decoraban el altar.

Había estado entre esas mismas cuatro paredes hacía apenas unas horas, pero el cuerpo le pedía volver. Hoy era un día para reflexionar, y era lo que pensaba hacer.

Al adentrarse un poco más, se dio cuenta de que el padre Alonso ocupaba uno de los primeros bancos. Al escuchar sus pasos, su director espiritual se giró para ver quién acababa de llegar.

- ¿Me buscabas? -le preguntó con una cálida sonrisa.

- Hoy, no -confesó, sin poder evitar el pinchazo de culpabilidad en el pecho-. Venía a pensar y a hablar con Dios en silencio.

- Entiendo -respondió, asintiendo lentamente y levantándose del asiento-. Hace mucho que no hablamos, Agoney.

No había enfado, quizás una pizca de preocupación; pero su tono era calmado, informativo.

- Pronto -prometió.

- Ay, ya me conozco yo tus "pronto"... -rió mientras se alejaba por la sacristía, agitando su mano.

Agoney se sonrió, era verdad que los conocía; estaba seguro de que el padre Alonso sabía más que de sobra que Agoney no iría a él hasta que estuviese completamente seguro de lo que iba a contar o a preguntar; y que al usar su palabra comodín preferida, aún faltaba bastante para que llegara el momento.

Tenía claro que su vocación no había desaparecido. Su amor por Dios y todo lo que significaba, así como su deseo por ayudar a la comunidad, seguían intacto. Pero ahora, su amor se había expandido, evolucionado, haciendo hueco a ese nuevo sentimiento, aunque no fuera nuevo en absoluto.

Era consciente de que, tarde o temprano, tendría que hacerse la pregunta. La conocía a la perfección, tanto que, a veces, se preguntaba si no se la estaría haciendo ya. Pero, por ahora, prefería no pensar en ello.

Volvió a inspirar con fuerza, llevando sus ojos al altar y al elaborado retablo. Le contó a Dios entre susurros y pensamientos, que se estaba escuchando a sí mismo, y esperaba que, al hacerlo, lo estuviese escuchando a Él.

PrayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora