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El día antes de que Agoney se mudara a la península, listo para ingresar en el seminario, su familia preparó una pequeña cena de despedida. Nada especialmente ostentoso; más bien una excusa para estar todos juntos y desearle suerte al benjamín de los Hernández en su nueva etapa. Se contaron anécdotas del pequeño Agoney y hubo risas y lágrimas por igual. Y comida, mucha comida.

A la hora del postre, Glenda llamó a su hermano desde su dormitorio.

- Ya sé que tú no crees en estas cosas -le soltó nada más cerrar la puerta, escondiendo su mano izquierda detrás de su espalda-. Pero sabes que yo, sí; quiero que lo tengas. Espero que te guste.

Dicho esto, le entregó un pequeño saco de terciopelo burdeos.

Como siempre, Glenda tenía una varilla de incienso encendida en el cuarto, dotándolo de ese olor dulzón tan característico. Un pañuelo lila cubría su lamparita, lo que le daba a la estancia un toque más místico; el mismo aura que a la hermana de Agoney le gustaba proyectar.

Abrió la bolsita emocionado, pues no esperaba ningún detalle por su parte. Sabía que no se verían tan a menudo como les gustaría, pero seguirían hablando todos los días; no entraba en sus planes perder a uno de sus pilares más importantes. Un pequeño colgante cayó sobre su palma al volcar la tela. Un cordón negro con una piedra amarillenta. Al acercarse a la esfera, descubrió que era traslúcida y cambiaba de color según la posición. Parecía hecha de miel, con motas más oscuras en su interior. Cuando la luz de la lámpara le daba de lleno, proyectaba destellos dorados. Era preciosa.

- Es ámbar -explicó Glenda-. Se le conoce como la piedra de la felicidad y la protección, y recoge la energía solar. Sé que tienes tu crucifijo y tal, pero nunca viene mal tener protección extra.

- Además, viene de ti -contestó Agoney emocionado antes de lanzarse a sus brazos y fundirse en un abrazo sincero.

Dejó que su hermana le ajustara el cordón y juró no quitárselo nunca. Aquella piedra de color caramelo iría allí donde él estuviera, llevando la esencia de su hermana con él.

Ahora, observando los ojos que lo miraban llenos de ternura desde el otro lado de la cama, no podía evitar pensar en la piedra semi preciosa que colgaba de su cuello. Las primeras luces de la mañana conseguían que los iris del seminarista se llenasen de estrías doradas, creando un efecto mágico que les hacía parecer de caramelo. En los días despejados como aquel, Raoul guardaba el sol en sus ojos.

Agoney alargó la mano lo suficiente para retirar los mechones rebeldes que ocultaban parcialmente su mirada, acariciando su mejilla en el proceso.

-Eres precioso.

Raoul solo pudo sonreír como respuesta; sus ojos apenas dos líneas escondidas tras su sonrisa. Se acercó con lentitud, uniendo sus labios a los del sacerdote. Besándolo con toda su alma, con todo su ser. Lento y perezoso, pero sin descanso. Agoney rodeó su cuerpo con sus brazos, dejando pequeñas caricias sobre su espalda. Raoul se derretía bajo sus manos, fundiéndose con él.

- Tú si que eres precioso -consiguió decir, separándose apenas unos centímetros para poder observar cómo sus ojos se iluminaban al escuchar sus palabras-. Y ahora, cuéntame la supuesta razón por la que he acabado en tu cama un domingo a media mañana.

Una carcajada llena de vida resonó en la habitación. Agoney volvió a abrazar al seminarista, haciendo que rodara sobre su espalda para, así, quedar tumbado sobre él. Liberando sus brazos, llevó sus manos hasta su cabello, acariciándolo sin cesar antes de empezar su explicación.

PrayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora