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Raoul no recordaba haberse sentado tan recto en su vida. Podía sentir todos los músculos de su espalda y de su cuello en completa tensión; sus manos descansaban entrelazadas sobre sus muslos; su rodillas se apretaban la una contra la otra; solo tenía apoyadas las puntas de los pies en el suelo, mientras que los talones se golpeaban una y otra vez en el aire, intentando lidiar con el nerviosismo que le estaba corroyendo por dentro en aquel instante.

Sentado sobre el colchón de su cama, con los ojos fijos en él y en aparente calma, se encontraba su hermano Lorenzo. El seminarista había accedido a acompañar a Raoul a su habitación con la esperanza de poder desvelar finalmente el misterio que rodeaba a su hermano y al padre Agoney.

Raoul inspiró profundamente. Lorenzo le había hecho un par de preguntas en medio del pasillo, y preso del pánico, le había rogado que fuese a su cuarto con él, donde le contaría lo que estaba pasando. Pero ahora que estaba ligeramente más calmado y había recuperado algo de control sobre la situación, no hacía más que repasar en su mente las posibles excusas que pudiesen explicar qué hacía saliendo del dormitorio de un sacerdote en mitad de la noche.

- Raoul -llamó Lorenzo, viendo que el otro chico no se decidía a hablar-, no hace falta que te inventes nada; lo que sucede es obvio.

- No sé que quieres decir con eso -contestó con un hilo de voz, fingiendo entereza-, pero no hay nada que inventar porque no sucede nada.

Lorenzo chasqueó la lengua ante aquella contestación.

- ¿Y por qué estamos aquí? -preguntó divertido ante la obviedad de la situación- Si no sucediera nada, no me habrías traído a tu cuarto como alma que lleva el diablo, intentando evitar un escándalo en medio del pasillo.

- ¿Qué dices? -se defendió Raoul, plantando ambos pies en el suelo- Te vi la cara de preocupación y la manera en la que me llamaste y pensé que te pasaba algo.

Lorenzo se carcajeó con fuerza, lo que hizo que Raoul se tensara aún más en su asiento.

- Raoul, por favor, que soy seminarista, pero no soy tonto. No hay que ser muy avispado para darse cuenta que entre el padre Agoney y tú hace tiempo que pasa algo.

- ¿Qué dices? -repitió lo más escandalizado que pudo- ¿Estás loco?

- Raoul -volvió a llamar, esta vez más calmado, pero con más autoridad. Raoul cesó cualquier movimiento y le dio toda su atención-. Que he visto cómo os miráis, por favor. La mayoría de las tardes que paso por el aula de música, estáis allí ensayando... Y, ¿la canción que has escogido? No sabré yo tanto inglés como tú, pero créeme que entendí lo esencial; y vi cómo os emocionabais los dos.

- Es una canción, Lorenzo -intentó excusarse Raoul-, no tienes que buscarle un significado a todo.

- ¿A la postal de Navidad tampoco? Porque todavía estoy esperando la mía.

El corazón de Raoul comenzó a latir aún más rápido. La piel de su rostro y de su cuello parecía a punto de derretirse. Sabía que le era imposible esconder su sonrojo y aquello lo empeoraba aún más. Apretó las piernas con más fuerza y se secó con disimulo el sudor de las palmas de sus manos en la tela del pantalón. No quería que supiese lo verdaderamente nervioso y aterrado que estaba.

Su mente viajó a aquel trayecto de tren y a las palabras que intercambiaron, así como todos los demás instantes en los que habían hablado del sacerdote, intentando analizar a la velocidad de la luz si había dicho o hecho algo que le diera a entender que sentía algo por Agoney; algo que pudiera usar en su contra si decidiese ir a hablar con el rector.

PrayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora