EN EL CORAZÓN DE PARIS

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PRIMERA PARTE

Transidos por el agudo cierzo que soplaba, en aquella tarde de marzo, los transeúntes apresuraban cuando les era posible la marcha. Comenzaba a caer una lluvia mezclada de granizo. Para preservarse de ella, una chiquilla que salía de una frutería, echó sobre sus cabellos rubios el chal que cubría sus hombres y comenzó a correr, flexible y ligera como un fuego fatuo. En dos minutos llegó a una gran casa de vecindad, muy vieja, bajo cuya entrada desapareció la frágil personilla.

Al otro lado del patio estrecho y negro, se alzaba un edificio de cinco pisos, sucio, agrietado, lleno de ventanas. La chiquilla entró en el corredor de ese cuerpo de edificio, y comenzó a ascender la estrecha escalera mitad de ladrillo y mitad de madera. Los peldaños usados, grasientos, los muros de un verde desteñido en los que aparecían grandes manchas, los olores de la cocina y a lejía, todo denotaba la vivienda de pobres.

En el tercer piso una mujer que bajaba dijo a la chiquilla al pasar:

-Buenas noches, señorita Liliana, ¿Cómo está su madre estos días?

-No muy bien, señorita Justina.

- ¡Ah, pobre señora, sin duda es el tiempo que la pone así! Si hubiera un poco de sol se repondría en seguida.

Liliana suspiró:

-No se... ¡Está tan débil!

Luego, haciendo un amistoso saludo a la mujer, una vecina de la casa muy complaciente, continuó su ascensión hasta el quinto piso, en donde se detuvo ante una puerta, que abrió.

Se hallaba en seguida la estrecha cocina, muy pobre, pero cuidada. Tras ella se abría la única habitación, en la que la señora de Sourzy había reunido los restos de su pasado bienestar. La luz iluminaba esta habitación que miraba al patio cercado por edificios de cinco y seis pisos. La señora de Sourzy cosía junto a la ventana. Cuando entró la niña, levantó el marchito rostro por numerosas arrugas.

-¿Te has mojado mucho, vidita?

-No, mamá, casi nada. He corrido y como está muy cerca... ¡Pero que bien se está aquí cuando se entra!

Liliana, al hablar, recogía el chal que cubría sus admirables cabellos dorados.

La delicada figura apareció encendida por el cansancio de la carrera y el frío e iluminada por dos grandes ojos negros, sombreados por la franja sedosa de las largas pestañas.

Acercándose a su madre, la chiquilla le rodeó el cuello con el brazo y se inclinó hacia ella para besarla.

-Hay que dejar este trabajo ahora, mamá. Tus pobres ojos ya no pueden ya más.

-Debo terminarlo hoy, hija mía, para que lo lleves mañana a la señora Bordier.

-Yo trabajaré esta noche en él, querida mamá. Déjalo ya, te lo ruego.

Y Liliana, dulcemente, retiró de las manos de su madre el lienzo casi terminado. Luego, tras de besarla de nuevo, se dirigió a la cocina para preparar la frugal cena.

La señora de Sourzy la siguió con la mirada. Un suspiro hinchó su pecho y, uniendo las manos, murmuró estremeciéndose: <<¡Pobre chiquilla mía, tan delicada, tan bonita! ¡Que terrible existencia para ella!... ¿Y qué será de nosotras si Lorenza no contesta?>>

En tanto la niña iba y venía, la madre, de nuevo, dirigió su pensamiento hacia los años felices, aquellos años de corta unión con Adriano de Sourzy; luego empezaron las desgracias: la muerte de su esposo, la venta demasiado precipitada, en malas condiciones, de una propiedad hasta entonces próspera, y finalmente la defectuosa colocación del dinero menguando rápidamente la fortuna de la viuda. Era ésta de naturaleza pasiva e indolente y no se sentía capaz de hacer a la vida. Además, su salud se alteraba... el último golpe lo recibió cuando lo que le quedaba de vivir desapareció en una catástrofe financiera. Herida por una serie de desgracias, abandonó la ciudad provinciana en donde vivía desde du viudez y se fué a instalarse en París con Liliana, que tenía entonces diez años.

La casa de los RuiseñoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora