Capítulo 4

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Ahí estaban de nuevo, los piojos debajo de su piel.

Se despertó rascándose furiosamente en el antebrazo, recuperando la consciencia únicamente cuando notó los dedos mojados de sangre; su sangre.

La cabeza le dolía mucho y le costaba fijar la vista, pero el color rojo de los arañazos que él mismo se había causado terminaron de centrarle tanto como era posible.

—¿Rubén? —Le llegó la voz del camastro de al lado. Al poco, una presencia se le acercó y le cogió de la mano ensangrentada para apartarla de la herida. —¿Ya te has rascado otra vez? ¡¿Es que eres tonto, tío?!

Un hilillo carmesí empezó a gotear sobre la sucia manta con la que se había cubierto. —Los tengo ahí dentro, Fede; justo bajo la piel, detrás de esta costra.

—No hay bichos en tu carne, Rubén, te lo juro; piensas eso a causa de la dosis de ayer, que te ha hecho mala reacción. —El otro muchacho sostenía en la diestra una madalena a medio comer de aspecto seco. —Quizá te pasaste. Quizá deberías reducir la dosis, tío.

—Cada vez me sube menos. Ya sabes que necesito más que antes o no lo noto. —Rubén clavó sus espectaculares ojos azules (con el blanco repletos de venillas rojas) en su compañero de cuarto, su colega de Tarragona, y le espetó con rabia. —¡Y sí que tengo bichos dentro! Se me han debido meter mientras dormía... se mueven. ¡Te juro que los noto! ¡Mira! ¿No ves los bultitos desplazándose? —Empezó a rascarse de nuevo, pero Federico le retuvo con las manos apartadas. Era un chico corpulento y el asturiano no podría resistir su fuerza aunque quisiera.

—Quieto. Te voy a poner yodo y a vendártelo, ¡y no te lo toques! —Los primeros auxilios fueron deficientes y muy dolorosos, pero eran mejor que nada y estaban hechos con buenas intenciones. Federico hedía, algo comprensible tras varios días sin ducharse, pero él mismo tampoco debía oler mucho mejor.

—¿Queda algo? —preguntó Rubén con la boca seca, sintiendo el cerebro adormecido como si gruesas telarañas apresasen sus neuronas ralentizando su funcionamiento. Sabía lo que debía hacer para que su materia gris se activase de nuevo. —Necesito un poco al menos.

El corpulento catalán abrió el cajón de la desvencijada mesita del cuarto (único mueble de la estancia además de un armario lleno de ropa sucia, arrugada y mugrienta) y sacó una caja de aspecto cuidado, quizá lo único cuidado del este pequeño piso que ocupaban en las afueras de Barcelona. Al abrirla, una bolsa transparente completamente vacía cayó hasta el suelo de madera junto a un par de pipas caseras ennegrecidas de tanto usar.

—Ni una piedra, tío.

Buscaba «Cristal Negro» (también llamado Black Cristal por los más pijos), la última variación de metanfetamina que se distribuía por los locales de la juventud. La droga que le enganchó y tiró por la borda su vida a mitad de carrera.

—Ni una piedra... —repitió Rubén con la desesperación apuñalándole las entrañas.

—¿Qué vamos a hacer? —Las manos comenzaron a temblarle. —¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer?

El catalán, que estaba tan enganchado como él, aunque llevaba menos tiempo en el tema y necesitaba menos cantidad, sonrió con algo de malignidad. —Tranqui, tío; en cuanto oscurezca nos vamos a nuestro callejón de L'eixample y en un par de horas tendremos pasta para más.

—¡Pero si es Lunes! —protestó el asturiano—. Hoy no va a haber nadie buscando... ehmm...

—...chaperos —terminó Federico, ya que a Rubén aún se le atragantaba esa etiqueta. El de Tarragona siempre subrayaba esa palabra lentamente como si pretendiera tallarla en su cerebro, y Rubén sabía la razón de su insistencia: quería borrar cualquier remilgo que le quedase, rebajarle a la categoría adecuada para que no protestase esta noche y obtuviera el dinero que ambos necesitaban para un poco de comida y mucho Cristal Negro. —Alguien habrá, no te preocupes. Si tú estás ahí, los puteros vendrán. ¡Te adoran!

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