Capítulo 10

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Despertó asustado por el aullido de una alocada sirena.

—¡¿Qué pasa?! —A su alrededor, otros hombres se erguían de sus camas rápidamente y comenzaban a vestirse con premura sin que los timbres dejasen de sonar. A Rubén le costó casi un minuto entender lo que pasaba. —¡Un incendio!

—Hoy estás hecho un lince, macho... —le contestó otro de los bomberos, uno bastante bien parecido y cuyo cuerpo parecía muy, muy bien formado. Era Valentín (apropiado nombre para un bombero) y ya habían tenido algún que otro encuentro sexual aquí en el cuartel, pese a que el muchacho estaba casado y tenía una hija.

—Soy bombero... ¡Ja! ¡Un bombero!

—¡Por poco tiempo si no te das prisa, novato! —le riñó uno de los veteranos antes de dejarse caer por el típico palo de acero que llevaba al garaje, donde se embutirían en sus trajes protectores antes de salir a buscar las llamas.

Aunque tenía mucho en qué pensar y cosas que decidir, el asturiano se dejó llevar por la adrenalina y la experiencia adquirida que tenía su cerebro (el cerebro del Rubén de este mundo) y en pocos minutos estaba surcando la fría noche de Madrid sobre un camión rojo cuyas sirenas iban despertando al vecindario. Desde pequeño había percibido a los bomberos como grandes héroes valerosos; varoniles soldados urbanos que salvaban a sus compatriotas de las mayores desgracias, y parece que en esta realidad decidió en algún momento que sería buena idea pasar a formar parte del cuerpo. ¡Nunca lo hubiera creído posible! Elevó los brazos al cielo y gritó como si él mismo fuera una sirena, entusiasmado; Valentín le rio la gracia y tiró de él para que se sentase de nuevo en la cabina.

—¿Qué tenemos? —Pregunto uno de sus compañeros, Pedro, que se dejaba barba y bigote para disimular viejas cicatrices de quemadura.

—Un cuarto piso en la calle Lisboa —leyó Valentín en su informe.

—Para cuando lleguemos ya estará el quinto en llamas —aseguró el veterano Gregorio. —¿Cómo de alto es el edificio?

—Cinco pisos.

—Ummm... —Gregorio gruñó. —Podía haber sido peor, pero no va a ser fácil. Sólo vamos dos unidades. Nada más llegar los de la otra, prepararán la cama hinchable y organizarán el perímetro; vosotros iréis a las escaleras. Valentín, te ocuparás de ir bajando a los vecinos rezagados, y el novato...

—...Rubén —le recordó este, aunque sabía que Gregorio conocía perfectamente su nombre.

—... el novato con la manguera, desde fuera, ¡y no se te olviden los arneses!

—Vale —No se le habían olvidado en ninguna de las tres intervenciones que llevaba desde que entró en el cuerpo, pero el viejo siempre se lo recordaba. De alguna manera, Rubén parecía llevarse bien con todos sus compañeros. Le apreciaban. Incluso podía decir que les despertaba ternura o algo así por ser el más joven. Probablemente les recordaba a ellos mismos cuando empezaron.

Aunque se amedrentó un poco ante la gran columna de humo silueteada contra la contaminación lumínica del cielo y bastante más al contemplar el fuego emergiendo por las ventanas como si de un portal al infierno se tratase, lo que verdaderamente sintió Rubén fue lástima al pensar en las pobres personas que estaban perdiéndolo todo en estos instantes.

La expresión alarmada y asustada de los vecinos desalojados le conmovió igualmente, pero ya no sintió miedo alguno al elevarse por el aire agarrado a aquella escalera que se desplegaba más y más sin aparente límite, viéndose sólo y frágil en medio del largo vacío hasta la muerte cierta que significaría una caída.

Siguiendo las órdenes de Gregorio a través de su pinganillo, apuntó la boquilla de la manguera hacia aquellas cristaleras rotas y deslizó la llave de la presión para comenzar a disparar agua hacia la zona.

Los chillidos del piso superior le hicieron levantar la cabeza hasta allí. Sobresaliendo de una ventana del quinto pudo distinguir la cara desfigurada por el miedo de un niño de unos cuatro años con el cabello algo largo y rubio. Miró al suelo y comprobó que ya estaba montada la enorme cama hinchable.

—¡Eh, niño! ¡Tienes que tirarte! ¡No te harás nada! —aseguró, pero por la expresión del chico supo que ni le entendía ni sería capaz de hacerlo solo. —¡Súbeme! —gritó por el micro.

—Alexis y Tomás ya están subiendo por las escaleras. Llegarán en un minuto, derribarán la puerta y...

—No tenemos un minuto. —Las llamas dentro de aquella habitación estaban tan cerca del chico que podía verlas sobresalir como un halo por encima de su cabeza, y crecían segundo a segundo. —¡Súbeme más! ¡He de apagarlo o se quemará!

Rindiéndose ante la urgencia de su voz, la escalera ascendió un tramo más permitiéndole empezar a apuntar mejor el agua hacia la base de las llamas.

—¡Salta, chico! —pidió de nuevo, pero el niño (llorando, hipando, chillando y tosiendo a partes iguales) mostraba ahora una expresión ausente, como si no entendiera lo que pasaba ni mucho menos se le pasase por la cabeza el arrojarse por la ventana desde un quinto piso; además, tan sólo una de las hojas de cristal estaba abierta, reduciendo el campo de mira del joven bombero.

Aunque flujo de agua hacía efecto, había algo al lado del chico que Rubén no conseguía ver ni apuntar (un sillón, quizá una cama...) ardiendo violentamente. Supo que, si el niño no saltaba en los siguientes segundos, moriría intoxicado por el humo o prendería en llamas su pijama de pokemon. La escalera aún estaba a dos metros, pero el momento era ahora.

—¡Apártate, chico! ¡Atrás!

Quizá el viejo Rubén bombero (es decir, el Rubén que únicamente tenía una vida) se lo hubiera pensado, pues, aunque era valiente, no era un suicida; pero este nuevo Rubén se encontraba en un momento extraño de su existencia, había sobrevivido sin un rasguño a sobredosis, a fracturas craneales con un armario, a un atropello terrible... Así que desligó los arneses y, sin hacer caso del «¡No!» que le ordenaron por el pinganillo, saltó hacia aquella ventana por sobre un vacío de casi veinte metros de altura.

Suerte que la hoja acristalada que quedaba por abrir no estaba apuntalada ni reforzada, y del propio impulso de su salto consiguió romperla y caer sobre el piso. Tuvo que morderse el labio inferior para ahogar el aullido del dolor causado por su piel al rasgarse en su costado debido a algún cristal afilado, ya que no quería asustar al niño.

Al mirar alrededor, se dio cuenta de que aquello era un infierno. Su manguera apenas había logrado un claro alrededor de la ventana, pero todos los muebles e incluso el papel de las paredes ardían sin remedio. Por un momento temió que el chiquillo le tuviera miedo y saliera corriendo provocando su propia muerte, pero en vez de eso se le abrazó como si fuera una tabla de salvamento.

—Soy Rubén. ¿Cómo te llamas? —era uno de los consejos básicos con los niños ante una situación de emergencia. Hablar de algo tan trivial como el nombre rompía parte del shock en la cabeza de una víctima y, de paso, les permitía coger algo de confianza y familiaridad.

—Juan.

—Muy bien, Juan; ahora te vas a abrazar muy fuerte a mí y saldremos de aquí. ¿Vale? —El niño asintió.

Nada más salir a la escalera (suerte que ya la habían acercado a la ventana lo suficiente), el techo de aquella habitación cedió.

—¡Por poco!

Cuando la escalera descendió, alguien le quitó al zagal de los brazos (una mujer, probablemente su madre que no paraba de agradecerle a gritos), pero los ojos se le fueron cerrando y dejó de tener consciencia de lo que le rodeaba, excepto del dolor de su costado y de lo mojada que sentía la camisa interior. ¿Estaba perdiendo sangre?

Con una sonrisa satisfecha, esperó que alguien se diera cuenta de su herida y le pusieran los puntos que necesitaba. 

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