Capítulo 12

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La vida del día siguiente fue mortalmente aburrida. En ella Rubén debió haber decidido no estudiar ninguna carrera para centrarse en ayudar a su padre a sacar adelante el negocio familiar: la Ferretería Castillo. Como consecuencia, su padre no se quedó en paro, pudieron seguir pagando su hipoteca y manteniendo su casa, y él... él vivía con ellos. Atendía a los autóctonos de Oviedo que se acercaban a su establecimiento; no tenía novio, ilusiones ni expectativas de mejorar en un futuro cercano.

Fruto de su aburrimiento y apatía, se había aficionado a aparecer por la llamada «BoySauna», obviamente un local de sexo gay camuflado con la excusa de unas instalaciones de relax (sauna de vapor, sauna seca, piscina, jakuzzi... y por supuesto cuarto oscuro, laberinto, cuartos privados con camas, glory holes...). En algún momento trató de hacer amigos allí, o incluso de cazar algún novio, pero la experiencia le había dejado claro que, de allí, lo máximo que podía sacar era algún follamigo para una corta temporada.

Eso sin contar con las enfermedades, claro. Él era guapo, muy guapo, y allí iba a lo que iba (a follar), así que no le faltaban pollas que chupar, culos que petar ni el suyo pasaba hambre; de manera que tampoco le habían faltado enfermedades venéreas después de estos años de intensivas visitas. Al menos tres veces pilló ladillas y tuvo que rasurarse a fondo los bajos. Aquella pequeña erupción extraña terminó siendo un herpes, pero igualmente se lo pudo tratar con antibióticos sin que fuera a mayores. Luego le llegó un aviso mayor, la sífilis que tuvo que combatir con una inyección de penicilina y todo quedó en un susto.

Lo peor había sido el vih.

Aquello era algo a reseñar; un día se encontró en aquella sauna con un chaval que parecía estar muy bien (en aquellas penumbras tampoco se podía asegurar) con acento claramente extranjero. En un cuarto oscuro, rodeados por todas partes de tíos sudorosos cubiertos por minúsculas toallitas, se manosearon, se besaron y el asturiano terminó comiéndole el rabo. Le supo raro, como algo agrio.

Lo siguiente que recordaba de aquel día es encontrarse desnudo (sin siquiera la toalla) en medio del tenebroso laberinto, a cuatro patas, rodeado por todas partes de gente teniendo sexo con él sin control o precaución alguna; ni siquiera sabía si llevaba unos minutos o varias horas haciéndolo. Atontado, mareado, con la visión difuminada por tonalidades de colores estrambóticas y sin recordar nada de lo sucedido, consiguió vestirse y volver a casa. ¿Había chupado una polla drogada? ¡Eso sí era surrealista! Tras el periodo ventana adecuado para un análisis fiable, la indeseada noticia llegó: era positivo.

A partir de entonces, la medicación diaria para disminuir la carga viral y mantener la infección a raya era una norma, pero (excepto por el asunto de la pastillita) nada había cambiado. Seguía igual de sano, hacía algo de deporte (running, gimnasio...) y visitaba la sauna asiduamente. Eso sí, llevaba algo más de cuidado a la hora de amorrarse a pilones desconocidos sin mirarlos, olerlos y catarlos cuidadosamente para que no volvieran a drogarle.

Tras desayunar la leche y la torta de bizcocho casera de su madre, se despidió de ellos y bajó a abrir el local. Él se ocupaba de todo cada mañana hasta las dos, y su padre hacía el turno de la tarde.

Las primeras horas eran tranquilas, así que Rubén pudo adormilarse un poco sobre el mostrador antes de caer en que... ¡esta no era su vida!

Jadeando por la impresión, se concentró en recordar todo lo sucedido y por fin pudo centrarse en la verdad de lo que le estaba sucediendo. Médico, bombero, peluquero... había muchas posibilidades en su vida y esta era tan sólo una más de ellas.

¿Cuántas habría? Esto no se lo había planteado aún. ¿Habría una vida para cada profesión que pudiera haber escogido? Entonces serían vidas limitadas, puesto que las distintas clases de trabajos o de estudios a elegir eran finitos. ¿Qué pasaría cuando las hubiera recorrido todas? ¿Volvería a su vida inicial y todo acabaría?

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