Capítulo 8

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El intenso pitido de su alarma le trajo de vuelta al compás de «Don't stop me now» de Queen.

La oscuridad de la habitación en que se encontraba era impenetrable y, al abrir la luz, sus recuerdos como peluquero centellearon como una estrella fugaz que va perdiendo fuerza al estrellarse contra la realidad de la atmósfera de su cuarto.

Se encontraba en una estancia pequeña, bastante desordenada, repleta de libros y cachivaches. En la cama de al lado se despertaba frotándose los ojos su compañero de cuarto y follamigo, Samuel; un delicioso mancebo de diecinueve veranos que cursaba su primer año de Medicina, con el que compartía habitación en esta residencia de estudiantes mientras él terminaba su propio master en ingeniería informática. Estaba a diez minutos de la UCM de Madrid.

—Hola —le saludó aquel con una somnolienta sonrisa cómplice, pues la noche anterior fornicaron hasta tarde antes de dormir.

—Hola, Sammy.

Pese a lo importante de su objetivo, el matutino encanto turgente de su compañero de piso se lo ganó y le siguió al baño, donde se asearon bromeando y terminaron disfrutando de un buen polvo matutino bajo la ducha. Luego, el chico más joven bajó a desayunar al comedor de la residencia y Rubén le dio largas para quedarse a solas.

Tan pronto se cerró la puerta, sacó su ifone y buscó en el navegador: Los diez animales más raros del mundo. Ahí estaba, la página de National Giografic existía también en esta realidad. Sólo tenía que cliquear en el enlace y comprobar el nombre de la fotógrafa del primer animal, el pececillo rosado de las manos.

«Un momento, primero voy a centrarme». Seguía siendo Rubén Castillo, tenía veintidós años, era asturiano de origen... pero en algún momento de esta vida decidió que su futuro estaba en la informática. Así, hoy jueves (la sucesión de días seguía siendo correlativa) él era un licenciado en informática, soltero, que jugaba a juegos de rol (concretamente al Dungreons & Dagons, versión quinta) los fines de semana con sus viejos compañeros de universidad, y que ahora cursaba un master para sobresalir en el difícil mercado laboral.

Ya tenía claro quién era hoy.

¿Recordaba todo lo que debía saber de esta vida? Sabía programar en D++, Jaba, se sacaba un extra haciendo páginas web en Wondpress, se sabía las reglas del Dungreons & Dagons al dedillo... e incluso recordaba al detalle la forma de la polla de su compañero de cuarto.

Bien. ¿Recordaba, a lo largo de esta vida de informático, haber buscado alguna vez el nombre de la fotógrafa del pez rosado con manos en esa página del National Giografic? No, eso nunca lo hizo, únicamente lo hizo en su vida previa como peluquero, en un ayer que no debió haber existido. Aunque todos esos recuerdos estaban ligeramente borrosos, la fuerza que realizó para que esta información persistiera había hecho posible que esta resonase clara en su mente. Puesto que las realidades que visitaba tan sólo variaban en aquello en lo que alguna de sus decisiones pudiera influir, la identidad de esa fotógrafa debería ser invariable. Era su prueba definitiva... excepto que lo hubiera soñado todo, claro.

Era la hora de la verdad. Comprobó el nombre de la fotógrafa.

Karen Gowlett-Holmes.

—¡Dios!

Entonces era cierto. Hubo un día de ayer en que fue peluquero y se aprendió ese nombre, y un anteayer en que se dedicó a ser abogado, y un día anterior en que (se ruborizó) fue un chapero y un adicto al cristal negro. ¡Estaba pasando! Cada día, al dormirse, cambiaba de ¿realidad? y se encontraba en una nueva vida mutada por alguna decisión distinta, lo que se ramificaba en cientos de nuevos sucesos y decisiones alteradas por él.

Y mañana, hiciera lo que hiciera hoy... iría a parar a otra vida, sin importar el modo en que hoy actuase. Sus padres, su amigo Jesús, su licenciatura en periodismo... todo había desaparecido para siempre.

¿Por qué le estaba temblando tanto la mano? Su cuerpo se humedeció de sudor frío y empezó a jadear.

—No... No quiero...

Miró a su alrededor con las pupilas dilatadas. Aquí no estaba tan mal, ¿no? Incluso era una mejora con respecto a su vida original, sin un trabajo de mierda en el Mac Ronald's ni gente que abusase de él. ¡En realidad estaba genial aquí! Sus padres (los de aquí) vivían medianamente bien, tenía salud, tenía otros amigos, ganaba dinerillo con sus diseños de páginas web y tenía una licenciatura distinta. Pronto acabaría el master y, mientras tanto, estaba disfrutando de una época genial de su vida con Samuel proveyéndole de todo el sexo que ambos deseaban. Esto que le pasaba de «cambiar de vida» no estaba tan mal (volvió a repetirse con el ceño fruncido) si le había servido para mejorar su horrible y depresiva vida original a esta, donde parecía haber tomado mejores decisiones.

¿Pero mañana todo esto se perdería para despertar en forma de... basurero? ¿Quizá en esa nueva vida sería un criminal buscado por la ley, o habría tenido un accidente que le habría dejado paralítico? ¡No quería seguir viajando entre realidades!

¿A quién podía pedir ayuda? ¿A un cura, por si le había poseído un demonio? ¿A una bruja de esas de la televisión, por si le habían lanzado una maldición? ¿Había alguien en este mundo que pudiera escucharle sin creer que estaba loco? ¿Alguien que pudiera realmente hacer algo para evitar este paseo entre realidades alternativas?

La respuesta era bastante obvia: no. Nadie le creería. Nadie podía ayudarle.

—Esto no es posible. De ninguna manera. ¡No! ¡Esto no está pasando!

Salió corriendo de la habitación y, debido a su errático avance y a la alarma de su expresión, empezó a llamar la atención de la gente.

—¡Cómo puedo parar esto! —gritó. Algunos le intentaron preguntar si le pasaba algo, sobre todo cuando se empezó a chocar con personas a lo largo de la calle.

—¿Estás bien?

—Oye... ¡Oye cuidado!

Estaba huyendo, pero no sabía ni hacia donde ni de qué serviría. Las lágrimas no le dejaban ver con claridad y las sienes le latían como si tuviera una ametralladora dentro de la cabeza. ¡Lo había perdido todo! ¡Ya no tenía nada permanente para él!

Lo último que vio fue el reflejo de un coche en el escaparate de enfrente mientras cruzaba una amplia calle; un coche que se le acercaba por la derecha a gran velocidad.

Después de un frenazo y un húmedo crujido muy poco halagüeño, la negrura le devoró. 

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