Capítulo 2

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5 de abril de 1617

El duque me ha sonreído cuando salíamos esta mañana de la iglesia. Tiene unos hoyuelos de lo más atractivos.

-del diario de Isabelle Dorring

La señorita Isabelle Elizabeth Arendelle, a quien todo el mundo llamaba Elsa en el pueblecito de Loves Bridge, había logrado acomodarse a duras penas en uno de los pupitres del aula de la vicaría. Prudence, su hermana de diez años, estaba leyendo, bien retrepada, en la única butaca cómoda. Sybil, de seis años, dibujaba con sus acuarelas sentada en la ventana, y los gemelos de cuatro años jugaban por el suelo, construyendo un fuerte en el que colocar a los soldados de juguete.

Era uno de los escasos momentos de paz que se producían a lo largo del día.

Miró la hoja de papel en blanco que tenía delante. Llevaba meses intentando empezar a escribir ese libro. Los personajes le susurraban sus actos y sus pensamientos mientras ayudaba a Sybil con los números o compraba cintas en la tienda del pueblo o caía rendida en la cama que compartía con su hermana de dieciocho años, Anna. Pero en aquel preciso momento, en el que por fin disfrutaba de tranquilidad y estaba delante de un papel, se habían quedado callados.

Bueno, les iba a obligar a hablar. Mojó la pluma en el tintero.

«La hija mayor del vicario Walker, Rebecca, dirigió una sonrisa al duque de Worthing.»

No, la verdad es que esa frase no estaba del todo bien. Tachó lo escrito y volvió a empezar.

«La señorita Rebeca Walker, hija mayor del vicario y la muchacha más hermosa del pueblo, dirigió una sonrisa al duque de Worthing.»

¡Por favor, qué cursilada! Era una frase estúpida. ¿A quién iba a gustarle una novela que empezase con una chica guapa pero medio tonta que sonreía bobaliconamente a un duque arrogante y encantado de conocerse? Debería...

No, no debería. ¿Cuántas veces le había dicho la señorita Franklin que lo que tenía que hacer era esbozar los rasgos generales del argumento antes de ponerse a escribir? Así que...

Sybil dio un chillido y Elsa movió la mano sin querer, salpicando de tinta el papel y el corpiño. ¡Diantre!

-¿Qué pasa, Sybil?

Lo cierto es que no era necesario preguntar. Podía ver perfectamente de qué se trataba o, más bien, de quién se trataba. Thomas y Michael habían perdido todo el interés en la construcción de su fuerte y se disponían a torturar a su hermana con todo el empeño infantil del que eran capaces, es decir: mucho. No tuvieron ningún problema para llenar de gotas de pintura el trabajo de Sybil.

-Mira la que han organizado -se quejó amargamente Sybil, agarrando con dos dedos su obra maestra y acercándosela a Elsa para que la examinara.

La humedad de la pintura se mezcló con la tinta del corpiño. Menos mal que no era uno de sus vestidos favoritos.

Se quitó de encima la pintura y le echó un vistazo. Resultaba imposible reconocer lo que intentaba representar. Por lo menos los colores sí que eran reconocibles, tanto en la pintura como en la ropa: azul, verde, blanco y negro, pero mezclados sin orden ni concierto.

-Solo queríamos ver las ovejas -dijo Thomas, componiendo un gesto de fingida inocencia infantil. Elsa notó perfectamente el habitual brillo malicioso en los ojos de su hermano. Solo tenía cuatro años, pero iba camino de convertirse en un absoluto peligro, incluso peor que Henry, de quince, y Walter, de trece.

El hecho de que su padre, el vicario, hubiera sido capaz de engendrar tanto niño asilvestrado era uno de los muchos misterios a los que solo Dios podía dar respuesta.

Fruto ProhibidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora