Capítulo 11

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25 de mayo de 1617

  ¡Jack me ha besado! Iba a marcharse, y justo antes de abrir la puerta, como si lo estuviera haciendo contra su voluntad, se inclinó y puso sus labios sobre los míos. ¡Mi primer beso! Creo que estoy absolutamente enamorada.

  —del diario de Isabelle Dorring

  Elsa dio otra vuelta en la cama y miró hacia el oscuro techo. Las velas estaban apagadas y solo quedaban unas pocas brasas en la chimenea. La casa estaba en silencio. Debería dormirse. Tenía que concentrar sus deseos, su voluntad y su fortuna en el endiablado juego del día siguiente, el que podía concederle, o no, el privilegio de vivir en Spinster House.

  «¡Oh, Dios!»

  Cerró los ojos. El duque de Overland la había besado. Ese beso no había tenido nada que ver con lo que ella se había imaginado hasta entonces. No habían chocado narices, ni se habían aplastado bocas. Se trató de un suave y ligero roce de los labios de él contra los suyos, pero la sensación le llegó hasta el alma misma.

  De hecho, en ese momento seguía experimentándola, aunque en ciertas zonas de su cuerpo. Algo muy carnal.

  Abrió los ojos sin poder evitarlo. El calor le invadió primero las mejillas, y después todo el cuerpo. Era como si le dolieran algunas partes.

  No sospechaba ni por asomo que fuera a besarla. Ni se había planteado tal posibilidad cuando lo condujo hacia los arbustos. Solo pensaba en Spinster House.

  Era muy alto y duro. Olía a vino, a lana y a alguna otra cosa indescifrable, oscura, almizclada y muy excitante. Tentadora. Y cuando él susurró su nombre, Elizabeth, su voz había sonado extraordinariamente cálida y, sí, seductora. Cuánto más lo pensaba, más calor tenía.

  Ahora le alegraba que nadie la hubiera llamado nunca antes por su nombre completo.

  —¿Vas a parar de moverte y de dar vueltas?

  Vaya por Dios, su hermana estaba despierta.

  —¿Se puede saber qué es lo que te pasa, Elsa? —le preguntó su hermana, mirándola apoyada sobre el codo.

  —Nada. Perdóname. Intentaré estarme quieta.

  —¿Por qué no intentas dormirte? Así seguro que te estarías quieta —le sugirió Anna, apartándose el pelo de la cara e inclinándose para quedar sentada sobre la cama. Se agarró las rodillas con las manos como preparándose para una larga conversación—. Es por el duque, ¿verdad?

  No iba a hacerle caso. Así seguro que Anna se echaría a dormir de nuevo. Elsa cerró los ojos y se quedó muy quieta.

  —Tiene que ser por el duque. Tú nunca tienes dificultades para dormir. Es muy molesto ver lo fácilmente que caes y empiezas a roncar tan fuerte que serías capaz de despertar a los muertos.

  Abrió los ojos inmediatamente.

  —¡Yo no ronco!

  ¿Roncaba de verdad? Y si el duque…

  ¡Santo cielo, estaba perdiendo la cabeza! El duque jamás estaría en condiciones de saber si ella roncaba o no.

  —Sí, claro que roncas. Siempre procuro dormirme primero, porque si no tengo que esperar a que pares. Al cabo de un rato das una especie de resoplido y, por fin, dejas de hacer ruido.

  —Estás equivocada —dijo lanzándole una mirada glacial.

  —¿Y cómo vas a saberlo tú? Estás dormida. No puedes oírte.

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