Capítulo 7

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30 de abril de 1617

  No voy a hacer caso ni a Rosaline ni a María. Ellas dicen que todos los caballeros de Londres son iguales, que coquetean con chicas del campo pero se casan con damas de la ciudad. Están equivocadas, al menos respecto al duque de Hart. Lo sé.

  —del diario de Isabelle Dorring

  Quería besarla.

  La chica estaba tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo y oler el limpio aroma a limones que desprendía... y a algo más. Un olor cálido, almizcleño, muy femenino. Tenía la cara encendida. El corpiño subía y bajaba al ritmo de su respiración, bastante agitada. Notó que ella también sentía atracción, aunque la confusión y la inseguridad de su mirada demostraban que no comprendía lo que le estaba pasando ni lo que sentía.

  Le apetecía hacerle una demostración práctica. Le gustaría ponerle las manos sobre los hombros y atraerla hacia sí. Suave y cuidadosamente. Sin forzar. Como si fuera una simple invitación. Sabía que, al más mínimo síntoma de coacción, saldría corriendo.

  Quería probar el sabor de su pasión.

  Ella dejó asomar ligeramente la lengua para mojarse los labios y el deseo lo atravesó como una descarga, que fue a parar a su órgano más obvio.

  Deseaba sentir esa boca en la suya...

  ¡Por Zeus! ¿Pero qué demonios le estaba pasando? No entraba dentro de sus cálculos cortejar a solteras militantes y quisquillosas.

  Era la maldición, y también la condenada casa. Debía de estar encantada. Sí, era absurdo, pero también la única explicación para ese deseo loco que sentía. Bueno, pues Isabelle Dorring no ganaría esta batalla.

  Se obligó a sí mismo a dar un paso atrás, dejando cierto espacio entre su cuerpo y el de la atractiva señorita Arendelle. Después se aclaró la garganta.

  —Es el momento de dar una vuelta, si es que finalmente vamos a hacerlo. Tengo que poner esos anuncios, ya sabe.

  —S-sí, desde luego —afirmó ella, algo vacilante, y también dio unos pasos atrás—. Sí que me gustaría ver la casa. ¿Sabía usted que la señorita Franklin no era en realidad quien decía ser?

  —¿Perdón? —La maldición debía estar afectando también al cerebro de la señorita.

  —El verdadero nombre de la señorita Franklin era Frost, señorita Frost. Mi padre le contó toda la historia a mi madre cuando fuimos a la oficina de Randolph ayer por la tarde. Me imagino que las noticias han corrido por el pueblo como un reguero de pólvora.

  Hablaba un poco deprisa. ¿Acaso estaba nerviosa por estar a solas con él? Sonrió, pero para sí mismo. Si le demostraba que se estaba divirtiendo con la situación, seguro que se lo tomaría como un acto de arrogancia típicamente masculino y le daría un buen sopapo.

  Lo que hizo fue echar un vistazo a la habitación. Tenía vigas de madera en el techo, y las paredes estaban pintadas de color amarillo claro. Se acordaba bien del panel de madera de roble, exquisitamente labrado, que rodeaba la chimenea. Recordaba cuando de niño no tuvo más remedio que asistir a la entrevista de su tío con la señorita Franklin, que con toda seguridad se hacía llamar así por aquel entonces. Entonces su imaginación le hizo ver caras y figuras en los profundos canales y espirales. El espejo situado encima de la repisa de la chimenea reflejaba el sillón y el tresillo de la habitación, bastante desgastados. También se acordaba de ellos, y eso que habían pasado veinte años, así como de un horrible cuadro de un perro de caza que llevaba un ave entre sus fauces. Al parecer la señorita Franklin, o como quiera que se llamase, no había tenido ni interés ni fondos para cambiar el mobiliario.

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