AHORA

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Tengo sueño, muchísimo sueño. Quizás tenga que ver con el hecho, de que me dormí a las dos de la mañana y que ahora son las seis con treinta minutos, culpo al colegio y sus horarios inhumanos.

Hoy es Lunes, recuerdo vagamente que la primera clase que tengo es lenguaje, se me da fácil esa materia, si, tal vez debería saltarme la clase, y claro, no pasaría nada, porque voy a un colegio privado, uno con unas reglas lo bastante flexibles como para que un chico de dieciséis años con pinta de vampiro pueda llegar a la hora que estime conveniente, además que todavía cuento con la tarjeta de "dar pena", extraña y única herramienta que te permite hacer lo que desees porque los demás todavía se sienten incómodos a tu lado, y porque intentan tratarte con el mayor cuidado posible, peculiar, considerando que han pasado ya seis meses desde que tu hermano mayor murió.

Su nombre era Santiago, como la ciudad en la que vivo, la capital de Chile, Santiago Echeverría, un año y tres meses mayor que yo, un buen tipo, con una gran sonrisa, el bonachón del curso, el deportista, la estrella del colegio, el que agradaba a todos. Yo en comparación era todo lo opuesto, digo, soy todo lo opuesto, Tomás Echeverría, el que prefiere guardar silencio, el que siempre lleva una cara de mal humor, el que no se relaciona con los demás, el "raro" del curso, el que deliraba con tener "súper poderes" cuando era un niño de unos cuatro años, el mismo que ahora sabe que eso que tiene, no es ninguna clase de super poder, sino que es una maldición con todas sus letras. Pero no hay problema alguno, porque si estoy lejos de los demás, de esa panda de idiotas, podré vivir en paz, ellos ciertamente no me necesitan en sus vidas y yo estoy mucho mejor sin ellos, es mejor estar solo que mal acompañado.

Volviendo a lo anterior, un día como hoy, hace seis meses sucedió lo de Santiago, y de seguro, el colegio, mis padres y todos los que me rodean estarán más sensibles, por eso pido a cualquier fuerza superior que ande por allí, que las voces de los demás guarden silencio, que las miradas de pena de las personas, sean solo eso, miradas y no murmullos atropellados en sus mentes, que la maldición al menos por hoy se detenga, después de todo creo que ha tenido un festín estos últimos meses con los: "Era tan joven", "¿Por qué Santiago y no Tomás? Sus padres si que lo deben estar pasando mal", "Imagínate tener el hijo perfecto y perderlo, y quedarte con alguien como Tomás". Sus voces son más honestas, más secas, más egoístas, fluyen sin temer a represalias, porque ¿a qué le temerían? Están a salvo en sus mentes, donde supuestamente nadie escucharía lo que tengan que decir, y yo apoyo esa noción, nadie debería escuchar lo que los demás piensan, porque es catastrófico, es fastidioso escuchar todas esas voces con ritmos distintos hablarse así mismos, diciéndose lo que tienen que hacer, recordándose en que fallaron, estresándose sobre su ajetreado día, opinando sobre los demás y ciertamente sobre tu persona sin tapujos, sin deseabilidad social alguna, diciendo a viva voz que si no fuera porque los Echeverría tienen una editorial y tu pretendes ser escritor no invitarías al raro de Tomás a almorzar contigo.

Si, gracias a mi maldición me he dado cuenta como son realmente las personas, ha evitado que malgaste el tiempo con esos idiotas. De seguro mi yo menor negaría fervientemente enojadísimo y diría cien veces si tuviera el tiempo, que esto de leer en mentes es en realidad un superpoder, ¡el mejor de todos! Tal cual como se lo dijo a cada uno de los psicólogos y psiquiatras que tuvo a lo largo de su infancia, porque a cada uno, con sus ojos brillosos, mirándoles directamente les dijo fuerte y claro: "¡Yo tengo un superpoder, y es genial, y combatiré el crimen!, ¡porque leer mentes es de superhéroes!". Ahora que recuerdo esas palabras, sueno más patético de lo que pensé, por supuesto, mis padres pensaban que tenían una imaginación hiper desarrollada, que deliraba, que tenía un brote psicótico. Nadie me creyó... Bueno, con excepción de una sola persona, el que era mi único amigo, Santiago.

—¡Señor Tomás! ¡Venga a tomar su desayuno, su madre dice que, si no baja ahora, no alcanzará a llegar a tiempo al colegio! — Angélica la nana de mi casa, dice con una voz gastada, de seguro ha pillado un resfriado, pero como es costumbre, siempre se presentará a su trabajo sin falta. ¿Qué puedo decir de ella? Que ha estado en la casa desde que tengo memoria, que su favorito era Santiago, que se deshizo en llanto en su funeral, que mintió cuando dijo que se pasó la noche en vela rezando por él. No me agrada Angélica, no me gusta su lealtad exhibida como una medalla en su pecho hinchado de orgullo.

—Ya voy— Respondo quedadamente, ni siquiera intento gritar, no hace falta. Porque de seguro si no bajo en diez minutos tendré a Angélica en la puerta de mi cuarto amenazando por entrar, pero claro, aunque lo intentara no funcionaría, porque mi puerta esta resguardada por una muralla de libros gastados, toda mi habitación está así para ser justos, y que puedo decir "ventajas de que tu familia tenga una editorial, supongo".

En cuanto me levanto de mi cama y con pereza veo la hora del reloj digital que tengo en la mesita de al lado, me percato que un libro está acompañándole, es ese libro, el que debería estar en el suelo, y que si bien recuerdo así lo estaba hasta ayer, asumo que fue Angélica quien lo levantó, lo limpió y lo puso a mi lado, ¡vaya chiste! Por eso con un simple movimiento de mi mano, esa novela corta vuelve a estar donde debería estar. No importa que en el proceso haya aterrizado mal, se haya abierto y el apartado del autor esté a la vista, donde sin una foto de referencia en grandes letras se lee el nombre de "Samuel Rojas", el escritor primerizo sin rostro, el genio detrás de "Oveja blanca".

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