Capítulo 22

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Fernando Rivadeneyra llegó a nuestras vidas cuando mamá acababa de ser diagnosticada con cáncer. Lo conocí una mañana de invierno, llevó como regalo un viejo piano eléctrico que no funcionaba correctamente, unas semanas después lo repararon. Samanta, mi madre, estaba tan desesperada que aceptó ese repentino interés por la hija a la que no conocía. Creo que lo hizo porque ya consideraba la posibilidad de no estar por mucho tiempo más conmigo; sólo quería lo mejor para mí. Espero que en donde quiera que esté nunca se enteré de lo que sucedió tras su ausencia.

En esos momentos el alcoholismo de Fernando estaba controlado. Empezó a visitarme dos veces por semana con la excusa de enseñarme a tocar el piano, recuerdo poco de las primeras clases. Con los meses aumentaron las visitas, un tiempo después se pasaba todos los días por la casa. Por lo que pude deducir de algunas pláticas que escuché a escondidas, se sentía solo. Mamá quería que se involucrara más en mis actividades escolares o repusiera, de alguna forma, los años de ausencia.

Él intentó mudarse con nosotras, mamá no lo permitió, fue cuando las cosas empeoraron. Perdió la casa donde vivía, por motivos que desconozco, y encontró refugio en el alcohol. Las visitas para enseñarme a tocar el piano se convirtieron en horas terroríficas donde me gritaba al más mínimo error. Mamá se encontraba muy débil, yo le rogaba que no se metiera, me esforzaba en hacer las cosas bien. Yo podía soportar una bofetada o pellizco sin obtener más que un moretón, pero mamá no, me asustaba que la lastimara.

Cuando la hospitalizaron fue imposible localizarlo, apareció horas después de que ella falleciera. Nadie hizo preguntas o, si las hicieron, jamás me enteré. Para todos fue natural que un padre se hiciera cargo de su hija al fallecer la mamá, aunque estuvieran separados.

Estaba en shock. Acababa de perder a mi madre y recuperar de tiempo completo la figura paterna que jamás me hizo falta, no comprendía muchas cosas. Los primeros días fueron indiferentes, falté al colegio, pero sus continuas borracheras me hicieron regresar a clases con tal de escapar de casa un rato.

La primera noche que abrió mi puerta fue cuatro meses después de que mamá muriera. Él lloraba, siempre lo hacía, y se disculpaba; pero también se enojaba cuando me resistía y me pegaba en sitios que nadie pudiera ver. En el colegio jamás recuperé el ánimo. Abandoné a mis amigos y los estudios, reprobé el primer año de secundaria. No sabía qué hacer. La soledad que sentía era tan grande que me atenazaba el cuello cuando pensaba en contarle a alguien. Él me decía que nadie me iba a creer, pensarían que continuaba en shock por perder a mamá. Y que me quería, que nadie me querría como él.

No sé cuándo comencé a devolver la comida o a perder el apetito, supongo que fue paulatino. La vida había perdido color de la noche a la mañana, no sabía, ni sé, cómo regresárselo.

Me hizo hacer cosas y permitir otras durante cientos de noches a lo largo de cuatro años. Tampoco sé por qué no avanzó. Si hubiera sucedido me habría obligado a buscar la forma de escapar de este mundo. A veces creo que era su forma de decirse que no me lastimaba.

—¿Qué haces?

La voz de Dimas casi me hace soltar el álbum fotográfico que sostengo.

—Veo fotografías viejas.

Es la primera mañana que Dimas despierta solo en la cama. Ansiaba mirar las fotografías que me llevé de casa de Mike para recordar que fui feliz, mi pasado no se reduce al dolor.

—¿Puedo ver?

—Es la intención. Ven.

Doy una palmadita en el sofá de la sala, se deja caer a mi lado. Su cabello permanece húmedo, algunas gotas quedan atrapadas en la toalla que lleva sobre los hombros.

La Melodía de Cristal 2: Fénix 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora