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—¿Son ellos?— grita mi amiga desde el cuarto de baño. Me cuesta articular palabra y es el que se encuentra a la derecha de Jesús quien responde.

—Sí, somos nosotros.— dice alzando la voz para que Julia le escuche.

Mis ojos siguen clavados en los de Jesús, y viceversa. El sonido de la cadena y el chirrido de la puerta del aseo causan que nos dejemos de taladrar con la mirada.

—¡Pero qué demonios hacéis fuera aún!—exclama mi amiga acercándose a la puerta; ella me mira y yo le dedico una leve sonrisa forzada—. No seas tímida, ahora os presento, pero primero todos a la mesa que os juro que me muero de hambre.

Mis tripas suenan y agradezco que de repente suene mi móvil. Desbloqueo la pantalla y observo que es otro mensaje de Gonzalo. Quizás lo mejor hubiera sido aceptar su invitación a cenar, en lugar de estar aquí con Jesús.

Cuando ya estamos todos reunidos en la mesa, antes de sentarnos, Julia nos presenta.

—Bueno chicos, esta es mi nueva mejor amiga ahora, y se llama Irene.—sonríe amablemente.

—Hola.— yo, tan original como siempre. De repente, un chico alto y de pelo muy oscuro, se me acerca y me da dos besos.

—Yo me llamo Pablo. Es un gusto.—le devuelvo la sonrisa, y el próximo en acercarse es Jesús. Retrocedo para evitar el contacto con él, y nadie se percata de ello, excepto él.

—Jesús.—traga saliva—. Yo me llamo Jesús.— me dice, y asiento. Con suerte, mi amiga Julia está demasiado ocupada en la cocina con la comida, como para enterarse de la tensión que hay en el ambiente. Al igual que Pablo.

—¡Qué me quemo!—grita Julia y reacciono. Me acerco a ayudarla y le doy dos paños para que coja la olla mejor y sin quemarse.

Nos sentamos los cuatro en la mesa y nos servimos una ración de macarrones cada uno de nosotros. Cuando llega a mí, me echo poca cantidad y Pablo me da un leve codazo para que añada un poco más.

—El exceso de carbohidratos por la noche no es saludable.—cuento. Siento todos los ojos puestos en mí y me incomoda.

Observo que Pablo se levanta y se dirige al frigorífico para extraer de este una botella grande de cristal. Se escucha el ruido del cajón y aparece sonriente a mi lado.

—Toma cariño, que beber dos litros de agua diarios es importante.— bromea metiendo una pajita y colocándome la botella al lado. Pablo consigue que durante toda la cena mi risa no deje de resonar sin cesar. Cuando terminamos de cenar, Julia les convence de quedarse a ver una película de miedo.

Yo decido distraerme de otra forma, como fregando los platos y tomando el aire en el balcón. Sin darme cuenta, me encuentro abriendo la puerta del apartamento y bajando las escaleras apresuradamente. Cierro los ojos y los aprieto fuerte, al estar en contacto con la suave brisa nocturna que causa en mí una sensación de lo más reconfortante.

Ando por las callejuelas de los alrededores y mi mirada se centra en un perrito que yace en el suelo, al lado de un contenedor. Mirando a todos los lados, me acerco y me agacho para verlo bien.

Coloco la linterna de mi móvil, pero de forma que no le dé en toda la cara al pobre perro para no cegarlo. Me doy cuenta de que es un cachorro de Husky y muero de amor al segundo. Es precioso, aunque se me parte el corazón al ver cómo llora. Me percato de que no tiene collar y agradezco haber salido de casa a estas horas. No me quiero ni imaginar qué hubiese pasado si la perrera lo hubiese encontrado antes que yo.

Me quito la chaqueta y lo rodeo delicadamente, para a continuación cogerlo y dirigirme de vuelta al apartamento.

Al doblar la esquina, la luz de la farola comienza a parpadear y mi corazón a latir más rápido aún. Por inercia -y por ver tantas películas de terror- , me giro para observar si alguien me sigue. Ahogo un grito al ver a un encapuchado parado a escasos metros de mí.

—Vale, solo es Jace de Cazadores de Sombras que ha salido mágicamente del libro para declarse ante mí.— me autoconvenzo, y prosigo camino al apartamento.

Cuando llevo unos cinco minutos andando, decido girarme de nuevo y sonrío al ver que no sigue detrás mía; vuelvo a la posición inicial, y veo que el encapuchado se encuentra a varios metros de distancia en frente de mí.

—¡Qué coño va a ser Jace! Corre, coño.—me obligo a mí misma.

Aprieto suavemente el cachorro contra mi pecho y obligo a mis piernas a ir lo más rápido posible. Cuando veo que queda poco para llegar el apartamento, mis fuerzas comienzan a aparecer de nuevo.

Entro a mi portón; la puerta la había dejado abierta y me dirijo al ascensor. Le doy al botón y suspiro aliviada. Observo la pantalla de arriba y veo cómo el número va descendiendo. Bien. Quedan pocas plantas por bajar. 

Me apoyo y miro la puerta.

Mierda. La he dejado abierta.

—Dos. Va por el piso dos.—digo nerviosa al ver cómo queda poco para que el ascensor baje los pisos restantes, y se abra la puerta.

Al mismo momento en el que el encapuchado entra por la puerta, se abre el ascensor. Veo que un cuerpo va a salir pero yo me tiro contra él para, a continuación, pulsar el número de mi piso y ver cómo las puertas del ascensor se cierran. Dejando fuera a Dios sabe quién.

Bien.

—Irene.—la voz me resulta familiar, y me doy cuenta de que me encuentro pegada a Jesús, con un Husky de por medio. Me separo inmediatamente—.Estábamos preocupados por ti, ¿dónde estabas?

—Ocupada escapando de un posible asesino en serie, y encapuchado.— suelto de mala gana, acariciando al pequeño cachorro. Él suspira ante mi respuesta, no sé si por mi contestación o por la película que parece que me acabo de montar. 

—¿Dónde lo has encontrado?—veo cómo Jesús se acerca a ver al perro, y yo rezo porque las puertas de este ascensor se abran. Viendo que no respondo, me pone su mano en el hombro—.Podrías darme las gracias al menos, por haberte salvado la vida al mandar el ascensor abajo.

Me giro.

—¿Perdona?— alzo una ceja—. Si algo te tengo que dar, te aseguro que las gracias no son.

—Irene...—vuelve a intentar colocar la mano en mi hombro pero se la retiro.

—No me pongas la mano encima.—digo haciendo una leve pausa entre palabra y palabra.

—Irene, han pasado dos años...—pero las puertas del ascensor se abren y yo salgo pitando.

Llamo al timbre y espero a que me abran.

—Han pasado dos putos años, joder. Todo ha cambiado.—me dice y yo gruño.

—Vaya que si ha cambiado; antes te quería.—le miro y bajo la voz—.Y ahora te odio.




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