21.

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Mikishito Mouri respiró hondo, se pasó una mano por el pelo y echó a andar hacia la puerta. Junto a esta se encontraba el interruptor de la luz, puso una mano sobre él pero antes de pulsarlo, miró por encima de su hombro y echó un último vistazo a la habitación totalmente destrozada que dejaba a sus espaldas. No había quedado un solo objeto sin romper, ni el más minúsculo rincón del suelo o de las paredes sin una mancha, un desconchón o una grieta. Los montones de escombros y desperfectos se apilaban en las esquinas y había una mancha negra muy fea donde la lámpara del techo había impactado sobre la alfombra medio arrancada.

No obstante, se sentía mejor.

Basura pensó. Y apagó la luz.

Salió del cuarto y cerró la puerta. Al instante uno de sus trabajadores apareció con las cejas alzadas, interrogante.

—Quémalo todo —Le ordenó sin más.

—Sí, amo Mouri.

Atravesó el pasillo mientras su pulso se iba relajando. Se había desahogado de la única manera que conocía y ahora sentía una leve satisfacción que no era suficiente. Pero Mikishito sabía que debía tener la mente clara si quería descubrir el modo de librarse de Ranma Saotome. Y necesitaba descubrirlo ya, ese molesto asunto se había alargado más de lo necesario.

A un lado y a otro del pasillo había decenas de puertas cerradas. La mansión que había alquilado era la más grande que había podido encontrar en esa ciudad, no obstante Mouri seguía sintiendo de vez en cuando una molesta claustrofobia. ¡Estaba deseando poder marcharse de ese lugar! Y más después del fracaso del día anterior con el asunto de las otras prometidas.

Por un feliz instante creyó haberlo conseguido, Saotome había estado a punto de sucumbir a la presión. Mikishito había visto su vacilación ante la presencia de las tres chicas pero en el último momento ese estúpido había decidido dar un paso adelante y como resultado de eso, la prueba que necesitaba se le había escurrido entre los dedos de un modo patético.

¡Maldición, había estado tan cerca!

Cada vez que pensara en ese día le herviría la sangre, incluso cuando estuviera lejos de la asquerosa y vulgar Nerima junto a su amada, no podría borrar el recuerdo de lo que allí había padecido.

Resopló y giró en una esquina. Avanzó unos cuantos metros más y abrió la siguiente puerta que se encontró en su camino.

La habitación era grande pero las luces estaban apagadas. En la pared del fondo se apilaban entre veinte y treinta pantallas que despedían un muro de luz parpadeante y blanquecina que le obligó a estrechar los ojos. Frente a ese armatoste había diez sillas de escritorio ocupadas por sus fieles colaboradores que no despegaban la mirada de ellas. Todos tenían los ojos rojos, profundas ojeras y les temblaban las manos al llevarse a la boca la décima taza de café del día.

Todos ellos estaban en silencio, muy concentrados.

Mikishito paseó tras ellos examinando las pantallas con reticencia. Todas ellas mostraban imágenes de lo que había ocurrido el día anterior.

—¿Habéis logrado recuperar todas las imágenes? —Les preguntó el joven.

—Sí, amo Mouri.

—¿Incluso de la cámara que se rompió?

Un par de esos hombrecillos se miraron y removieron su bigote al tiempo que arqueaban las cejas. Se rompió... Ellos sabían que la cámara no se había roto sola tal y como esa afirmación parecía indicar, pues las cosas no se rompen solas. Había sido Mikishito quien la había reventado contra el suelo y pateado hasta no dejar apenas nada.

Un Prometido de Verdad (Ranma 1/2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora