La guerra había acabado, pero sus efectos seguían allí, inalterables, en cada mago, en cada bruja, en cada ser que supiese lo que había pasado.
Por ello disfrutaba tanto paseando entre los muggles, él, que los había odiado toda su vida, o eso creía, lo había creído hasta el fin de la guerra.
Ahora caminaba entre ellos como si nada, sin que nadie le reconociera, sin que nadie murmurase sobre quien era o sobre lo que había hecho o dejado de hacer. Sin que nadie pronunciase Harry Potter, ni Ron Weasley, ni Hermione Granger, ni Albus Dumbledore, sin que nadie pronunciase Draco Malfoy, Voldemort, El-que-no-debe-ser-nombrado, ni ninguna derivación de ese nombre.
Esos paseos le daban la vida.
Por un momento dejaba de ser un proscrito, un mortífago, era uno más, un joven de dieciocho años que caminaba por la calle perdido en sus pensamientos.
Nunca, en toda su vida, pensó que llegaría el momento en el que quisiese pasar desapercibido, siempre había amado la atención y el destacar por encima de todos. Pero el dolor, el rencor, la desconfianza, el asco, el odio, las continuas miradas a su brazo escondido en las mangas de una amplia camisa fuese cual fuese la temperatura, las palabras hirientes, las lágrimas de desesperación de los familiares, los insultos… Todo eso se había convertido en un continuo cruciatus que atormentaba su alma gangrenada.
¿Es que no se daban cuenta?
Él había sufrido más que muchos en esa absurda y patética guerra. Él había sido sometido a los cruciatus del mismo señor oscuro, él había presenciado la tortura a la que habían sido sometidos sus padres, él había visto como las venas de varios hombres se hinchaban en su interior hasta que estallaban provocándoles la muerte, y como sus huesos explotaban mientras seguían con vida, y como era un cuerpo humano sin piel, y como la sangre, de Sangres puras, de Sangres sucias, de muggles, de todos, se derramaba en el suelo de la mansión en la que había crecido, con el mismo color, con el mismo hedor. Mujeres habían sido forzadas en el rincón en el que aprendió a andar, el señor oscuro había yacido con su tía en la cama en la que había sido concebido, en la que había nacido, a la que había acudido toda su infancia cuando las pesadillas le acosaban, y que entonces había considerado el lugar más seguro del mundo, decenas de hombres había dormido hacinados en su propio cuarto, a veces con una mujer a la que forzar, o algo que torturar, los libros de cuentos infantiles, los álbumes de fotos, sus libros de Hogwarts, todas esas cosas habían ardido en la chimenea cuando hacía frío…
Pero él no tenía a nadie a quien acudir, ningún hombro en el que llorar, a nadie con quien hablar, él no se había podido consolar con que todo acabaría, pues ganase quien ganase su vida no cambiaría. Si ganaba Potter, sería un proscrito, si ganaba Voldemort, seguiría la tortura.
Todo eso le había marcado más que la marca tenebrosa, todo eso le había hecho cambiar, madurar, esa maldita guerra era su nueva madre, pues la suya estaba muerta, y seguramente no le habría reconocido, su nuevo yo había nacido de esos tiempos oscuros, y por eso la llamaba "madre".
Una joven chocó con él y la sujetó para evitar que cayera sobre la abrasante acera, era una joven bella, rubia como un galeón, de piel ligeramente tostada y de grandes ojos tan verdes como un Avada Kedavra. Ella le sonrió enrojeciendo y murmurando una disculpa, bajó la mirada y recogió el libro que había caído de sus manos, uno de matemáticas avanzadas, del temario de una universidad, pues pronto empezaría el curso. Volvió a mirarle algo cohibida y él le dedicó una sonrisa antes de seguir su camino.
Echaba de menos aquello.
Que las mujeres le desearan o les agradara su físico, fruto de largos entrenamientos de quidditch bajo la lluvia o sufriendo un calor abrasador, ya no acontecía eso en el mundo mágico. Ya no le veían como un hombre, ni como a un ser humano, era un mortífago.