Una mañana descubrí que los padres de H habían comprado una casa en la misma cuadra de a mía, y eso nos obligaba a compartir el trayecto de ida y vuelta a la escuela. Cuando descubrí que vivía tan cerca de mí, me horroricé. El motivo era simple, no me gustaba que mi espacio fuera invadido por extraños, y en aquella época mi espacio era todo lo que arbitrariamente había decidido que me pertenecía: mi habitación, mi casa, la calle en la que vivo, el parque de los eucaliptos que está cerca de la escuela, el kiosco de revistas de la esquina, la tienda de mascotas y la casa de mis abuelos.
Admito que todo ello revela una particular obsesión infantil, y ante esto debo aclarar que mis padres no tuvieron la más mínima responsabilidad. Creo que ellos pusieron todo lo que estuvo a su alcance para hacer de mí una persona que fuera por la vida con los suficientes buenos ingredientes (valores, decían ellos). Oportunamente me hablaron de moral, de generosidad, de respeto, y me transmitieron también una limitada dosis de educación sexual, no por ningún tipo de represión o prejuicio a propósito del tema, sino porque creo que fueron lo suficientemente sagaces como para comprender de una mirada, que cuando nos sentamos para tocar el delicado asunto, mi seguridad delataba que tenía algunos conocimientos sobre la materia.
A mis diez años, los chismes sobre sexo que merodeaban por los corredores de la escuela, más las clases de anatomía de los miércoles (a las que nadie faltaba), me habían provisto de una idea más o menos clara de que la semillita era una metáfora poco creativa y simplona.
En cuanto comprendí todo el rollo de cómo llegan los niños al mundo, y fui capaz de entender el papel que juegan hombres, mujeres y amor, todo me resultó sencillo de asimilar.Sin embargo, debo aclarar que sentí una profunda solidaridad con las pobres cigüeñas. Ignoro quién fue el responsable de esta farsa, porque creo que se mancilló la pulcra, bondadosa y desinteresada imagen de un pájaro que nada tiene que ver con el sexo.Luego me tranquilicé, pensando que si la Naturaleza era sabia, debía tender al equilibrio, y las cigüeñas seguramente dirían a sus hijos que a los bebés cigüeñitas los trae un señor que viene de París. De esa forma, pájaros y humanos se lanzarían la pelotita, para no caer en los incómodos territorios de las explicaciones sobre el sexo.
En fin, no quiero entrar a lucubrar si mis padres lograron hacer de mí el ser humano que soñaron, por hoy basta agradecer sus buenas, muy buenas intenciones.
Asistía a quinto año cuando descubrí a mi invasor-vecino-compañero deambulando por mi calle. Corrí a la habitación de mis padres y les dije:
-¡Deben hacer algo! Mi seguridad está en riesgo.
-¿Qué sucede, Antonia?- preguntó mamá sobresaltada.
-Es un compañero de la escuela, mamá, un compañero nuevo.
-Pero ¿qué sucede? ¿Acaso te ha hecho daño? ¿Te ha golpeado?
-No, mamá, es peor que eso, se ha trasladado a vivir en la casa del frente.
-¿Yyyyy?- preguntó mamá con gesto de fastidio-. ¿Cuál es tu problema?
-Que no quiero vivir cerca de ningún niño de la escuela. Los odio, mamá, los odio.
-Por favor, Antonia, estás hablando puras boberías, lo mejor será que te vayas acostumbrando a tu nuevo vecino. Nuestra conversación terminó aquí.
Salí de la habitación muy decepcionada, con aquella sensación muy poco original de nadie me entiende. Mi familia y yo habíamos vivido en esa calle desde que mis padres se habían casado y, por antigüedad, debíamos tener derecho a elegir a nuestros vecinos, sabía que no lograría nada si pedía la ayuda de mis padres, por lo que inicié una campaña.
Así que toda la semana cada vez que veía a la mamá de H barriendo el patio o regando sus plantas, inventaba una nueva historia para tratar que ella y su familia dejaran de vivir en esa casa.
Dos semanas después, los vecinos seguían ahí. Mis esperanzas se desvanecían día con día. Finalmente, pensé que mi vida debía continuar, y que la mejor defensa sería evitar cualquier contacto con H.
Lo que más me preocupaba era el momento de salir rumbo a la escuela. Cada mañana me ocultaba tras la cortina del comedor y esperaba. A las 6h 15, muy puntual, veía a H salir hacia la escuela; a partir de ese momento, yo contaba lenta y pausadamente desde el 1 hasta el 250; sólo entonces salía de casa y me encaminaba al mismo destino, tomando mucho cuidado en hacerlo por la acera contraria a la que H había elegido. Me asustaba la idea de que nos viera caminando o llegando juntos. Me incomodaba profundamente que nos pudieran relacionar de alguna manera. Si bien éramos compañeros de salón, H me resultaba un tipo absolutamente ajeno, distante.
Luego de algunas semanas, me aburrí de contar hasta el 250, por lo que me vi obligada a cantar una canción para gastar tiempo y no provocar el encontrón con H.Debo decir que atravesé por los más variados géneros musicales, desde el himno nacional hasta las canciones que en los comerciales de televisión acompañaban a la publicidad de detergentes y pañales.
Finalmente me hastié también de cantar, además, mi madre fue muy sutil al decirme que me amaba profundamente, pero que mi talento musical le provocaba dolor de cabeza.
Sí, creo que el cansancio me venció y un día desperté dispuesta a asumir mi realidad, H había invadido mi espacio, mi calle, mi vecindario y debía aprender a vivir con su rostro muy próximo al mío.
Aquella mañana salía sin contar y sin cantar, y al rato escuché unos pasos que seguían a los míos. Me obligué a no voltear la mirada porque tenía la certeza de que era él. Todo tipo de posibles reacciones cruzó por mi mente:"Si me saluda seré muy parca y fría, bastará con responder hola y poner cara de ogro. Si pretende conversar conmigo, le diré que voy repasando mentalmente la lección de Geografía y que necesito silencio. Si me comenta sobre el frío y gris de la mañana, le haré señas para indicarle que estoy afónica. Si, a pesar de todo, decide caminar junto mí, le advertiré que el médico piensa que tengo varicela..."
Nada de eso fue necesario, los pasos que iban detrás de mí aceleraron su velocidad hasta rebasarme. Era H, que en nuestro primer encuentro rumbo a la escuela me ignoró olímpicamente.
A la mañana siguiente, a las 6 y 15 salí con la mejor sonrisa que había logrado luego de practicar una hora gestos frente al espejo. Crucé la acera hasta donde H se encontraba y lo asfixié con un montón de frases amigables:
-Hola, H, ¿te has fijado? Somos vecinos y vamos al mismo curso. Sabes quién soy ¿verdad? Soy María Antonia, me siento en la segunda banca, tras Ignacio, el que usa anteojos. Bueno, los dos usamos anteojos, por eso estamos en las bancas de adelante. Tu eres H, ¿verdad? Te he visto, eres el que se sabe todas las capitales de Europa y Asia. Imagino que tu nombr no es H, debes llamarte Hugo o quizás Horacio. Tal vez Homero o bien Hóscar. No, Óscar no va con H. Es curioso, no he escuchado tu nombre cuando la maestra corre la lista. En todo casi ya sabes que me llamo María Antonia, María por mi mamá y Antonia por Antonio Carlos Jobim, un músico al que mi papá idolatra... tú puedes llamarme A o, como todo el mundo, Toni. ¿Te molesta si te acompaño?
-No- dijo H-, no me molesta.
Y eso me pareció, porque durante las siguientes tres semanas que caminamos juntos rumbo a la escuela, no descubrí en él ningún gesto que denotara fastidio o disgusto; en realidad no descubrí nada, porque H jamás pronunció más palabras que "Hola, Ant".
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Amigo se escribe con H
Teen FictionTener miedo a las arañas, a los fantasmas o a la oscuridad podría ser común para mucha gente, pero... ¿es posible tenerle miedo a la memoria? Esta es la pregunta que se plantea Antonia, la protagonista de esta historia, mientras camina junto a su a...