A pesar de saberme una persona cargada de temores, pienso que el primer miedo que perdí fue a confesar cada una de mis debilidades ante H.
Llevábamos muy poco tiempo como compañeros de aula, como vecinos y amigos.Aunque habíamos asistido al mismo jardín de infantes y a la mitad del primer grado, H tuvo que dejar la escuela porque su familia debió trasladarse a otra ciudad.
Su regreso, cinco años después, no despertó ninguna atención especial en nosotros, sus antiguos compañeros. Personalmente, admito que casi no lo recordaba.
Tuve que recordar al álbum de fotos escolar para intentar ubicar a H.
La visita a este álbum me resultó muy ingrata, al recorrido por páginas y páginas de fotografías con recuerdos de mis primeros años de escuela terminó por revelarme tristes realidades que creía olvidadas.
Me refiero a detalles como mi aspecto, mis zapatos o mi lonchera.
Al mirar mi fotografía de graduación del jardín de infantes, no pude evitar sentir cierto fastidio hacia mi madre, y es que no sé qué cosas pasaban por su cabeza cuando me peinó para la ceremonia: dos trenzas caían, una sobre cada hombro, y remataban en inmensos lazos de cinta roja. Hasta ahí ningún problema, ¿cierto?, pero debo indicar que jamás me he caracterizado por tener una abundante cabellera, con lo cual el par de trenzas lucían en la fotografía como dos colas de ratón atadas con cintas para que no escaparan de mi cabeza. El asunto se volvía más notorio porque a mi lado derecho aparecía Claudia C., una niña que, sin duda era la reencarnación de Ricitos de Oro. Sobre el niño que se encontraba a mi lado izquierdo no puedo hablar mucho, el lazo de mi trenza era tan grande que le tapaba casi toda la cara. Imagino que cada vez que ese niño mira esa fotografía, no puede sentir otra cosa que un odio profundo hacia a mí, o por lo menos hacia mi peinado.
Y sigo con más detalles: los zapatos. Esto amerita una explicación horriblemente minuciosa. Siempre escuché a mis padres decir que necesitaba zapatos ortopédicos. Esta palabreja me sonaba a chino, pero creía imaginar que mis pies debían tener algún desperfecto leve que podía ser corregido con los zapatos especiales que año tras año me compraban.
Tampoco eso suena tan grave. Pero debo aclarar que los zapatos "especiales" eran sencillamente espantosos. Todas las niñas usaban zapatos con una o dos correas; las más modernas lucían elegantes mocasines... y yo, la ortopédica, usaba botines con cordones que me hacían sentir como si caminara sobre dos tanques de guerra.
Por suerte, mis pies se corrigieron en el plazo de un año, de lo contrario mi historia habría sido además de incómoda, vergonzosa.
La lonchera no aparecía en la fotografía, pero soy capaz de recordarla de manera lúcida. En aquella época, yo era una fiel admiradora de la muñeca Barbie, tenía una mochila de Barbie, una camiseta de Barbie, un paraguas de Barbie... y una lonchera de Tarzán.
En mi cumpleaños número seis, la abuela me había regalado una lonchera hermosísima. En ella aparecían Barbie y Kent en un precioso convertible color rosa. Pocos días después, perdí mi regalo de cumpleaños en algún lugar de la escuela y lloré tanto que la abuela llegó a casa con otra lonchera exactamente igual a la original.
Pero como nadie está libre de una desgracia, volví a perder mi lonchera y volví a llorar como loca. Esta vez, aunque la abuela me dijo que no me preocupara por que ella me compraría una nueva, mamá se lo prohibió, me reprendió por ser poco cuidadosa y me llevó a la escuela para que buscara mi Barbie-lonchera en el cuarto de los objetos perdidos.
La única que ahí existía era una de Tarzán. El portero de la escuela le dijo a mamá que nadie la había reclamado por mucho tiempo, y que si nos servía, podíamos tomarla. Yo supliqué que no... mamá dijo que sí.
Y para mi buena-mala suerte, aprendí a ser más cuidadosa y Tarzán me duró hasta segundo año.
Para recordar mis lentes, me bastó con mirar la famosa fotografía de graduación... eran tan grandes que me cubrían casi hasta media mejilla, y sus marcos de plásticos eran tan gruesos como mi dedo meñique.
Siempre quise deshacerme de ellos, inventé muchísimos accidentes inesperados pero parecían fabricados con hierro fundido, porque, a pesar de todos los maltratos a los que los sometía, lucían como nuevos.
Recuerdo haber dormido sobre ellos, haberlos escondido en lugares sorprendentes (como la nevera o las botas de papá), pero siempre había alguien que los encontraba y los devolvía a mi rostro. Recuerdo que en una oportunidad los enterré en el jardín de la casa y cuando estaba a punto de ganar la batalla, mi gentil y hermoso perro Cuco, un sabueso viejo que tenía pánico atroz a los gatos, apareció con mis lentes en el hocico.
Aquel dia mamá premió a Cuco con comida especial... y yo me di por vencida.
Por suerte, muy poco tiempo después, logré que papá me comprara un nuevo par, y esto se dio gracias a una sugerencia del oftalmólogo, quien consideró que necesitaba unos con diferente medida. Los nuevos eran bastante más pequeños y no tenían los oscuros y pesados marcos negros.
En fin... esa era yo en el jardín de infantes, y no reniego de mí, pero preferiría que no existiera mucho material que revelara mi condición de niña, con trenzas de cola de ratón, zapatos ortopédicos e inmensos lentes.
Al revisar detenidamente la fotografía de la graduación, cuatro filas más arriba de mí, encontré a H. Lucía impecable, muy bien presentado y con una sonrisa como la que se ponen sólo aquellos que se saben fotogénicos a toda prueba.
Cinco años después, se veía muy distinto a esa última imagen. Conservaba aún el rostro de un niño bueno, pero sus piernas habían crecido lo suficiente como para indicarnos que estaba a punto de convertirse en un adolescente.
Luego de su regreso, no pasó mucho tiempo hasta que algunos compañeros le abrieron un espacio. Yo no lo hice; para entonces los niños y los dentistas me parecían detestables y los ignoraba por completo, pero a los segundos por obligación debía visitarlos de cuando en cuando.
Al poco tiempo de su llegada, H ya se destacaba en los partidos de futbol y en las competencias de silbidos con los dedos; además, las maestras lo amaban. No sé a qué escuela asistió cuando vivió en otra ciudad, pero sus conocimientos en Historia y Geografía eran mucho más profundos que los nuestros.Yo pensaba que H era un niño más del montón y no me detenía a mostrar ningún interés en él, pero esa visión tendría un cambio inesperado.
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Amigo se escribe con H
Teen FictionTener miedo a las arañas, a los fantasmas o a la oscuridad podría ser común para mucha gente, pero... ¿es posible tenerle miedo a la memoria? Esta es la pregunta que se plantea Antonia, la protagonista de esta historia, mientras camina junto a su a...